jueves, 18 de octubre de 2007

Música gratis (cortesía del cerebro)

Otro caso curioso basado en las explicaciones que nos cuenta el neurólogo Oliver Sacks de casos conocidos por él a lo largo de su trayectoria profesional. Esta vez se trata de una paciente que escucha música sin necesidad de ningún aparato excepto su propio cerebro. Dejemos que nos lo explique detalladamente el doctor Sacks:

Reminiscencia

La señora O'C. estaba un poco sorda, pero gozaba por lo demás de buena salud. Vivía en una residencia para ancianos. Una noche, en enero de 1979, soñó clara y nostálgicamente con su infancia en Irlanda y sobre todo con las canciones que cantaban allí y con cuya música bailaban. Cuando se despertó aún seguía sonando la música, muy alto y muy claro. «Aún debo seguir soñando», pensó, pero no era así. Se levantó, agitada y desconcertada. Se encontró con que era aún de noche. Alguien debe haberse dejado la radio puesta, supuso. ¿Pero por qué era ella la única persona que la oía? Comprobó todos los aparatos de radio que pudo encontrar: estaban todos apagados. Luego se le ocurrió otra idea: había oído decir que los empastes dentales podían actuar a veces como un receptor cristalino, recogiendo emisiones descarriadas con extraordinaria intensidad. «Es eso», pensó. «Uno de los empastes que tengo me está dando la lata. No me la dará mucho. Haré que me lo arreglen por la mañana. » Se quejó a la enfermera del turno de noche, pero ésta le dijo que los empastes parecían en perfecto estado. Entonces se le ocurrió otra idea: «¿Qué emisora de radio», razonó, «emitiría canciones irlandesas, ensordecedoramente, en mitad de la noche? Canciones, sólo canciones, sin introducción ni comentario. Y sólo canciones que conozco yo. ¿Qué estación de radio iba a poner mis canciones y nada más?». Entonces se preguntó: «¿Estará la radio en mi cabeza?».

A estas alturas estaba ya totalmente desconcertada... y la música seguía, ensordecedora. Su última esperanza era su ENT, el otólogo que la examinaba: él la tranquilizaría, le diría que eran sólo «ruidos en el oído», algo relacionado con su sordera, nada que pudiese ser motivo de preocupación. Pero cuando lo vio, aquella misma mañana, el otólogo le dijo: «No, señora O'C., no creo que sean sus oídos. Un simple zumbido o un silbido o un rumor, quizás. Pero un concierto de canciones irlandesas... eso no son los oídos. Quizás», añadió, «debiera ver usted a un psiquiatra». La señora O'C. pidió hora a un psiquiatra aquel mismo día. «No, señora O'C. », le dijo el psiquiatra, «no es su mente. No está usted loca... y los locos no oyen música, oyen sólo "voces". Ha de ver usted a un neurólogo, a mi colega el doctor Sacks». Y así fue como vino a mí la señora O'C.

La conversación no fue nada fácil, en parte por la sordera de la señora O'C., pero más que nada porque yo quedaba eclipsado una y otra vez por las canciones... sólo podía oírme con las más suaves. Era una mujer inteligente, despierta, no deliraba ni estaba loca, pero tenía una expresión absorta, remota, como si tuviese la mitad de su ser en un mundo propio. No pude localizar ningún problema neurológico. De todos modos, yo sospechaba que la música era «neurológica».

¿Qué podría haberle sucedido a la señora O'C. para llegar a aquella situación? Tenía ochenta y ocho años y su estado general de salud era excelente, no tenía ni rastro de fiebre. No estaban administrándole medicamentos que pudiesen desequilibrar su notable buen juicio. Y el día anterior estaba perfectamente normal, al parecer.

—¿Cree usted que es un ataque, doctor? —me preguntó, leyendo mis pensamientos.

—Podría ser —dije— aunque jamás he visto un ataque como éste. Algo ha pasado, de eso no hay duda, pero no creo que corra usted peligro. No se preocupe y conserve la calma.

—No es fácil conservar la calma —dijo ella— cuando se está pasando por lo que estoy pasando yo. Sé que hay silencio aquí, pero yo estoy en un océano de sonidos.

Quise hacer un electroencefalograma inmediatamente, prestando especial atención a los lóbulos temporales, los lóbulos «musicales» del cerebro, pero las circunstancias no lo permitieron hasta un tiempo después. En este período de espera, se atenuó la música, disminuyó de intensidad y, sobre todo, pasó a ser menos persistente. La señora O'C. pudo dormir después de tres noches y, progresivamente, conversar y oír entre «canciones». Cuando pude hacerle un encefalograma, sólo oía ya fragmentos breves y esporádicos de música una docena de veces, más o menos, a lo largo del día. En cuanto la instalamos y le aplicamos los electrodos en la cabeza, le pedí que se echase y se quedase quieta, que no dijese nada y que no «cantase para sí», pero que levantase el dedo índice de la mano derecha un poco (lo que no modificaría el electroencefalograma) si oía una de sus canciones mientras hacíamos la prueba. En el curso de un período de registro de dos horas, levantó el dedo en tres ocasiones y cada vez que lo hizo las plumas del electroencefalograma resonaron y transcribieron picos y olas agudas en los lóbulos temporales del cerebro. Esto confirmaba que estaba teniendo ataques en el lóbulo temporal, los cuales, lo supuso Hughlings Jackson y lo demostró Wilder Penfield, son la base invariable de la «reminiscencia» y de las alucinaciones experimentales. Pero ¿por qué habría manifestado súbitamente aquel extraño síntoma? Realicé una exploración cerebral y mostró que la señora O'C. había tenido en realidad una pequeña trombosis o infartación en una parte del lóbulo temporal derecho. La súbita irrupción de canciones irlandesas en la noche, la activación súbita de rastros de memoria musicales en el córtex, eran, al parecer, consecuencia de un ataque, y lo mismo que remitió éste, «remitieron» también las canciones.

A mediados de abril habían desaparecido del todo, y la señora O'C. volvía a ser ella misma. Le pregunté entonces qué pensaba de toda la experiencia y si echaba de menos, en concreto, aquellas canciones paroxísmicas que antes oía.

—Es curioso que me lo pregunte usted —dijo con una sonrisa—. Yo diría que, en términos generales, es un gran alivio. Pero, sí, echo de menos un poco las viejas canciones. Ahora muchas de ellas no soy capaz de recordarlas siquiera. Era como volver a una parte olvidada de mi infancia. Y algunas de las canciones eran realmente preciosas.

Había oído cosas similares a algunos de mis pacientes tratados con L-Dopa... y el término que yo utilizaba era «nostalgia incontinente». Y lo que me dijo la señora O'C., su patente nostalgia, me recordó un relato conmovedor de H. G. Wells, «La puerta en el muro». Le expliqué el argumento. «Es eso», dijo ella. «Eso expresa perfectamente la atmósfera,el sentimiento. Pero mi puerta es real, lo mismo que era real mi muro. Mi puerta lleva al pasado perdido y olvidado. »

No volví a ver un caso similar hasta junio del año pasado, en que me pidieron que examinara a la señora O'M., que estaba por entonces ingresada en la misma institución. La señora O'M. tenía también ochentaitantos años, estaba también un poco sorda, era también inteligente y despierta. Oía música también dentro de la cabeza y a veces un zumbido o un silbido o un estruendo; a veces oía «voces que hablaban», normalmente «lejanas» y «varias a la vez», de modo que nunca podía entender lo que decían. No había explicado estos síntomas a nadie y tenía la preocupación secreta, desde hacía cuatro años, de si no estaría loca. Se tranquilizó mucho cuando la monja le dijo que había habido un caso similar en la residencia tiempo atrás y aun más cuando pudo sincerarse conmigo.

Un día, explicó la señora O'M., estaba rallando pastinacas en la cocina y empezó a oír una canción. Era Easter Parade y le siguieron, rápidamente, Glory, Glory, Hallelujah y Good Night, Sweet Jesus. Ella pensó, lo mismo que la señora O'C., que se habían dejado puesto un aparato de radio, pero descubrió muy pronto que todos los aparatos de radio estaban apagados. Esto sucedió en 1979, cuatro años antes. La señora O'C. se recuperó en unas cuantas semanas, pero la música de la señora O'M. continuó y el problema fue haciéndose cada vez más grave.

Al principio sólo oía estas tres canciones... a veces de forma espontánea, como caídas del cielo, pero las oía seguro si pensaba por casualidad en cualquiera de ellas. Procuraba, por tanto, no pensar en ellas, pero el esfuerzo de evitarlo resultaba tan provocativo como el pensar en ellas.

—¿Le gustan esas canciones concretas? —pregunté, psiquiátricamente—. ¿Tienen algún significado especial para usted?

—No —dijo enseguida—. Nunca me han gustado en especial, no creo que tengan ningún significado especial para mí.

—¿Y qué sentía usted cuando surgían una y otra vez?

—Llegué a odiarlas —contestó con mucho sentimiento—. Era como si un vecino chiflado pusiese continuamente el mismo disco.

Durante un año o más fueron sólo estas canciones, en una sucesión enloquecedora. Pero después (y aunque fue peor en un sentido, fue también un alivio) la música interior se hizo más compleja y variada. Oía muchísimas canciones... a veces varias simultáneamente; a veces oía una orquesta o un coro; y, de vez en cuando, voces, o una mera algarabía de ruidos.

Cuando pasé a examinar a la señora. O'M. no hallé nada anormal salvo en la audición, y lo que encontré allí fue de singular interés. Tenía una cierta sordera del oído interno, de tipo común, pero además y, por encima de esto, tenía una extraña dificultad para percibir y distinguir los tonos, de un tipo que los neurólogos denominan amusia, y que está especialmente correlacionada con una deficiencia de función en los lóbulos auditivos (o temporales) del cerebro. Ella misma se quejaba de que últimamente los himnos de la capilla parecían todos iguales, de modo que apenas podía distinguirlos por el tono o la melodía y tenía que basarse en las letras o en el ritmo. Y aunque había tenido una voz excelente en el pasado, cuando la examiné cantaba con una voz monótona y desafinada. Comentó también que su música interior era más vívida cuando se despertaba, y que iba perdiendo esa viveza a medida que se acumulaban otras impresiones sensoriales; y que era menos probable que surgiese si estaba ocupada emotiva, intelectual y, sobre todo, visualmente. Durante la hora, más o menos, que estuvo conmigo, sólo oyó la música una vez: unos cuantos compases de Easter Parade, tan alto y tan súbitamente que apenas la dejaba oírme a mí.

Le hicimos un electroencefalograma que indicó excitabilidad y un voltaje sorprendentemente elevado en ambos lóbulos temporales, las partes del cerebro relacionadas con la representación central de música y sonidos, y con la evocación de escenas y experiencias complejas. Y siempre que la señora O'M. «oía» algo, las ondas de alto voltaje se hacían agudas, como picos, y francamente convulsivas. Esto confirmaba mi idea de que padecía también una epilepsia musical, asociada con un trastorno de los lóbulos temporales.

Pero, ¿qué les pasaba a la señora O'C. y a la señora O'M. ? Lo de «epilepsia musical» parece una contradicción en sí mismo, pues la música, normalmente, está llena de sentimiento y de sentido, y corresponde a algo profundo que hay en nosotros, «el mundo de detrás de la música», en frase de Thomas Mann, mientras que la epilepsia sugiere precisamente lo contrario: un acontecimiento fisiológico imprevisible y burdo, totalmente indiscriminado, sin sentimiento ni sentido. Así pues una «epilepsia musical» o una «epilepsia personal» resultaría algo contradictorio en sí mismo. Y sin embargo estas epilepsias se producen, aunque únicamente en el contexto de los ataques del lóbulo temporal, son epilepsias del sector reminiscente del cerebro. Hughlings Jackson las describió hace un siglo, y habló en este marco de «estados de ensoñación», de «reminiscencia» y de «ataques físicos»:

No es nada excepcional que los epilépticos tengan estados mentales nebulosos y sin embargo sumamente complejos al iniciarse los ataques epilépticos... El estado mental complejo, o la llamada aura intelectual, es siempre el mismo, o esencialmente el mismo, en cada caso.

Estas descripciones no pasaron de ser puramente anecdóticas hasta los extraordinarios estudios que realizó Wilder Penfield medio siglo después. Penfield no sólo consiguió localizar su origen en los lóbulos temporales, sino que consiguió evocar el «estado mental complejo», o las «alucinaciones experimentales» sumamente precisas y detalladas de estos ataques mediante estimulación eléctrica leve de los puntos propensos al ataque del córtex cerebral, cuando éste quedaba expuesto, por una intervención quirúrgica o en pacientes plenamente conscientes. Estas estimulaciones provocaban instantáneamente alucinaciones extraordinariamente vívidas de melodías, personas, escenas, que se experimentaban, se vivían, como algo abrumadoramente real, pese a la atmósfera prosaica de la sala de operaciones, y podían describirse a los presentes con fascinante detalle, confirmando aquello a lo que se refería Jackson sesenta años antes al hablar de la «duplicación de conciencia» característica:

Hay (1) el estado semiparasitario de conciencia (estado de ensueño) y (2) restos de conciencia normal y, en consecuencia, una conciencia doble... una diplopia mental.

Esto me lo explicaron con toda precisión mis dos pacientes. La señora O'M. me oía y me veía, aunque con cierta dificultad, a través del ensueño ensordecedor de Easter Parade, o el sueño más tranquilo, aunque más profundo, de Good Night, Sweet Jesus (que le evocaba la presencia de una iglesia de la calle 31 a la que ella solía ir, donde cantaban siempre esta canción después de la novena). Y la señora O'C. también me veía y me oía, a través del ataque anamnésico mucho más profundo de su infancia en Irlanda: «Yo sé que está usted ahí, doctor Sacks. Sé que soy una anciana que sufre un ataque y que estoy en una residencia de ancianos, pero siento que soy una niña de nuevo y estoy en Irlanda... siento los brazos de mi madre, la veo, oigo su voz que canta». Estas alucinaciones o sueños epilépticos no son nunca fantasías, según demostró Penfield: son siempre recuerdos, y recuerdos del tipo más preciso y claro, acompañados por las emociones que acompañaron a la experiencia original. Su carácter extraordinario y coherentemente detallado, detalle que se evocaba cada vez que se estimulaba el córtex, y que superaba todo lo que pudiese recordarse a través de la memoria ordinaria, indicó a Penfield que el cerebro mantenía un registro casi perfecto de toda la experiencia vital, que la corriente total de la conciencia se preservaba en el cerebro y, por ello, podía evocarse o provocarse siempre, bien por las circunstancias y necesidades normales de la vida, o bien por las circunstancias extraordinarias de una estimulación eléctrica o epiléptica. La variedad, el «absurdo», de estas escenas y recuerdos convulsivos hicieron pensar a Penfield que esta reminiscencia carecía básicamente de sentido y que era imprevisible:

En la práctica suele hacerse muy patente que la respuesta experimental evocada es una reproducción al azar de lo que formase la corriente de conciencia durante cierto intervalo de la vida pasada del paciente... Puede haber sido [continúa Penfield, resumiendo la extraordinaria variedad de escenas y sueños epilépticos que ha evocado] un momento en que escuchabas música, un momento en que mirabas por la puerta de un salón de baile, un momento en que imaginabas la acción de unos ladrones de una historieta, el momento de despertar de un sueño vivido, el momento de una conversación jocosa con amigos, el momento en que escuchabas atentamente para asegurarte de que tu hijo pequeño estaba bien, el momento en que mirabas carteles iluminados, el momento en que estabas en la sala de parto en un nacimiento, el momento en que te asustaba un hombre amenazador, el momento en que veías cómo entraba gente en la habitación con nieve en la ropa... Puede ser ese momento en que estabas parado en la esquina de Jacob y Whashington, South Bend, Indiana... cuando contemplabas los carros de un circo una noche hace muchos años, en la infancia... el momento en que oías (y veías) a tu madre apremiar a los invitados que se iban ya... o de oír a tu padre y a tu madre cantando villancicos.

Ojalá pudiese citar en su integridad este pasaje maravilloso de Penfield (Penfield y Perot, pags. 687 y siguientes). Aporta, lo mismo que mis damas irlandesas, un sentimiento asombroso de «fisiología personal», la fisiología del yo. A Penfield le impresionaba la frecuencia de los ataques musicales, y nos da muchos ejemplos fascinantes, y a menudo divertidos. Una incidencia del tres por ciento en los más de quinientos epilépticos del lóbulo temporal que estudió él:

Nos sorprendió el número de veces que la estimulación eléctrica provocó que el paciente oyese música. Se produjo en diecisiete puntos distintos en once casos. A veces era una orquesta, otras voces cantando, o un piano tocando, o un coro. Varias veces fue, según el sujeto, una sintonía de un programa de radio... La localización del área de producción de música es la circunvolución temporal superior, bien la superficie superior o la lateral (y, por tanto, próxima al punto asociado con la llamada epilepsia musicogénica).

Corroboran esto, espectacular y a menudo trágicamente, los ejemplos que da Penfield. La lista siguiente procede de su último gran artículo:

White Christmas (caso cuatro). Cantada por un coro. Rolling Along Together (caso cinco). No identificada por la paciente, pero reconocida por la enfermera cuando la paciente la tarareó estimulada. Hush-a-Bye Baby (caso seis). Cantada por su madre, pero se cree que podría ser también la sintonía de un programa de radio. «Una canción que había oído antes, popular en la radio» (caso diez) Oh Marie Oh Marie (caso treinta). La sintonía de un programa de radio. The War March of the Priests (caso treinta y uno). Estaba al otro lado del Hallelujah Chorus en un disco que pertenecía a la paciente. «Papá y mamá cantando villancicos» (caso treinta y dos). «Música de los Guys and Dolls» (caso treinta y siete). «Una canción que había oído muchas veces en la radio» (caso cuarenta y cinco). I'll Get By y You'll Never Know (caso cuarenta y seis). Canciones que había oído con frecuencia en la radio.

¿Hay alguna razón, hemos de preguntarnos, por la que canciones concretas (o escenas) sean «seleccionadas» por pacientes concretos para reproducirlas en sus ataque alucinatorios? Penfield considera esta cuestión y cree que no hay ninguna razón y que la selección realizada no tiene significado alguno:

Sería muy difícil de creer que alguna de las canciones y de los incidentes triviales que se recuerdan bajo estimulación o por descarga epiléptica pudiese tener una posible significación emotiva para elpaciente, aun en el caso de que uno tenga una aguda conciencia de esa posibilidad.

Penfield llega a la conclusión de que la selección se realiza «completamente al azar, salvo que haya alguna evidencia de condicionamiento cortical». Éstas son las palabras, esta es la actitud, digamos, de la fisiología. Quizás Penfield tenga razón... pero ¿podría haber algo más? ¿Es él en realidad «agudamente consciente», suficientemente consciente, a los niveles que importa, de la posible significación emotiva de las canciones, de lo que Thomas Mann llamaba el «mundo de detrás de la música»? ¿Puede uno contentarse con preguntas superficiales, como «¿Tiene esta canción algún significado especial para usted?». Sabemos, demasiado bien, por el estudio de las «asociaciones libres» que los pensamientos que parecen más triviales, más fruto del azar, pueden tener una profundidad y una resonancia inesperadas, pero que esto sólo se manifiesta con un análisis en profundidad. Es notorio que ese análisis profundo no se da en Penfield, ni en ninguna otra psicología fisiológica. No está claro si es preciso un análisis profundo de este género, pero dada la oportunidad extraordinaria de una antología tal de escenas y canciones convulsivas, uno cree que al menos debería hacerse un intento.

He vuelto brevemente a la señora O'M. para obtener sus asociaciones, sus sentimientos, respecto a sus «canciones». Esto puede ser innecesario, pero creo que merece la pena probar. Ha aflorado ya una cosa importante. Aunque no puede atribuir conscientemente sentido o significado especial a las tres canciones, recuerda ahora, y esto lo confirman otros, que era propensa a tararearlas, inconscientemente, mucho antes de que se convirtieran en ataques alucinatorios. Esto indica que estaban ya, inconscientemente, «seleccionadas»... una selección de la que se sirvió luego la patología orgánica que sobrevino.

¿Siguen siendo sus favoritas? ¿Le importan ahora? ¿Obtiene algo de su música alucinatoria? Un mes después de que yo viese a la señora O'M. salió un artículo en el New York Times titulado «¿Tenía Shostakovich un secreto?». El «secreto» de Shostakovich, se decía (lo decía un neurólogo chino, el doctor Dajue Wang), era la presencia de una esquirla metálica, un fragmento de bomba móvil, en su cerebro, en el cuerno temporal del ventrículo izquierdo. Al parecer Shostakovich se mostraba muy reacio a que le extrajesen aquella esquirla:

Desde que tenía alojado allí el fragmento, decía, cada vez que inclinaba la cabeza hacia un lado podía oír música. Tenía la cabeza llena de melodías (siempre distintas) de las que se servía luego para componer.

Al parecer los rayos X indicaron que el fragmento se movía cuando Shostakovich movía la cabeza, que presionaba en el lóbulo temporal musical cuando se inclinaba, y producía así una infinidad de melodías de las que se servía luego el talento de Shostakovich. El doctor R. A. Henson, compilador de Music and the Brain (1977), mostraba un escepticismo profundo pero no absoluto: «Vacilaría si hubiese de afirmar que no podría suceder».

Después de leer el artículo se lo di a la señora O'M. para que lo leyera y sus reacciones fueron vigorosas y claras. «Yo no soy Shostakovich», dijo. «Yo no puedo utilizar mis canciones. De todos modos, estoy harta de ellas... son siempre las mismas. Quizás para Shostakovich fuesen un don las alucinaciones musicales, pero para mí no son más que un fastidio. Él no quería tratamiento... pero yo lo quiero, desde luego que sí. »

Le apliqué a la señora O'M. un tratamiento con anticonvulsivos y enseguida dejó de tener convulsiones musicales. Volví a verla hace poco y le pregunté si las echaba de menos. «Nada de eso», dijo. «Estoy mucho mejor sin ellas. » Pero no sucedía lo mismo, como hemos visto, en el caso de la señora O'C., cuya alucinosis era de un género mucho más complejo, más misterioso y más profundo, aunque su origen fuese cosa del azar, tenía en definitiva una gran utilidad y un gran significado desde el punto de vista psicológico.

En realidad en el caso de la señora O'C. la epilepsia era diferente desde el principio, tanto en el aspecto fisiológico como por el impacto y el carácter «personal». Hubo, durante las primeras 72 horas, un ataque, o «status» de ataque, casi continuo, vinculado a una apoplejía del lóbulo temporal. Esto era por sí sólo abrumador. En segundo término, y también esto tenía cierta base fisiológica (en la brusquedad y amplitud del ataque y en la alteración que producía del uncus de los centros emotivos profundos, de la amígdala, del sistema límbico, etcétera, en lo profundo, y en las profundidades del lóbulo temporal), había una emoción abrumadora relacionada con los ataques y un contenido abrumador (y profundamente nostálgico), una sensación abrumadora de ser de nuevo niña, en su hogar hacía tanto olvidado, en los brazos y en la presencia de su madre.

Puede ser que estos ataques tengan un origen fisiológico y personal al mismo tiempo, procediendo de determinadas zonas cargadas del cerebro, pero, asimismo, atendiendo a necesidades y circunstancia psíquicas particulares, como en el caso de que nos habla Dennis Williams (1956):

Un representante, treinta y un años (caso 2770), tenía epilepsia que se manifestaba cuando se encontraba sólo entre extraños. Inicio: un recuerdo visual de sus padres en casa, el sentimiento «qué maravilloso estar de vuelta». Lo describía como un recuerdo muy agradable. Se le pone carne de gallina, siente frío y calor, y, o bien remite el ataque, o bien se inicia ya una convulsión.

Williams expone este caso asombroso sin más comentario, y no establece ninguna relación entre sus partes. La emoción se menosprecia como puramente fisiológica («placer ictal» impropio) y no se indica tampoco la posible relación entre «estar de vuelta en casa» y estar solo. Puede que tenga razón, claro; puede que todo sea puramente fisiológico; pero yo no puedo dejar de pensar que si uno ha de tener ataques, este individuo, el caso 2770, se las arreglaba para tener los ataques adecuados en el momento adecuado.

En el caso de la señora O'C. la necesidad nostálgica era más crónica y profunda, pues su padre había muerto antes de que ella naciese y su madre antes de que cumpliese cinco años. Huérfana y sola, la embarcaron para América, a vivir con una tía soltera bastante odiosa. La señora O'C. no tenía ningún recuerdo consciente de los cinco primeros años de su vida, no tenía ningún recuerdo de su madre, de Irlanda, del hogar. Siempre había sentido esto como una tristeza profunda y dolorosa... esta carencia u olvido de los primeros años de su vida, los más valiosos. Había intentado muchas veces, sin conseguirlo nunca, recuperar sus recuerdos de infancia olvidados y perdidos. Ahora, con su sueño, y el largo «estado de ensueño» que le sucedió, recuperaba una sensación básica de su infancia perdida y olvidada. El sentimiento que tenía no era sólo «placer ictal», sino un júbilo tembloroso, profundo y conmovedor. Era, según sus propias palabras, como abrir una puerta... una puerta que había permanecido tercamente cerrada toda su vida.

Esther Salaman, en su hermoso libro sobre «recuerdos involuntarios» (A Collection of Moments, 1970), habla de la necesidad de preservar, o recuperar «los sagrados y preciosos recuerdos de infancia», de lo empobrecida y desarraigada que resulta la vida sin ellos. Habla del gozo profundo, del sentido de la realidad, que puede aportar la recuperación de estos recuerdos, y expone abundantes y maravillosas citas autobiográficas, sobre todo de Dostoievski y de Proust. Todos somos «exiliados de nuestro pasado», escribe y como tales necesitamos recuperarlo. Para la señora O'C. que tiene casi noventa años, que se aproxima al final de una vida larga y solitaria, esta recuperación de recuerdos de infancia «sagrados y preciosos», esta anamnesis extraña y casi milagrosa, que abre de par en par la puerta cerrada, la amnesia de la infancia, se la produjo, paradójicamente, un trastorno cerebral.

A diferencia de la señora O'M., a quien los ataques le resultaban agotadores y tediosos, a la señora. O'C. le parecían un alivio para el espíritu. Le proporcionaban un sentido de realidad y de vinculación psicológica, el sentido elemental que ella había perdido, en sus largas décadas de separación y de «exilio», de que había tenido un hogar y una infancia reales, que había sido mimada y amada y cuidada. La señora O'C., a diferencia de la señora O'M. que quería tratamiento, rechazó los anticonvulsivos: «Necesito esos recuerdos», decía. «Necesito que esto siga... Y acabará solo muy pronto. »

Dostoievski tenía «ataques psíquicos» o «estados mentales complejos» cuando se iniciaban los ataques, y dijo en una ocasión de ellos:

Todos ustedes, los individuos sanos, no pueden imaginar la felicidad que sentimos los epilépticos durante el segundo que precede al ataque... No sé si esta felicidad dura segundos, horas o meses, pero créanme, no lo cambiaría por todos los gozos que pueda aportar la vida. (T. Alajouanine, 1963).

La señora O'C. habría comprendido esto. También ella conocía, en sus ataques, una felicidad extraordinaria. Pero a ella le parecía el apogeo de la cordura y la salud... la clave misma, la puerta en rigor, de la salud y la cordura. Así pues, sentía su enfermedad como salud, como curación.

La señora O'C., cuando mejoró, y se recuperó del ataque, tuvo un período de tristeza y de miedo. «La puerta se está cerrando», decía. «Estoy perdiéndolo todo de nuevo. » Y realmente lo perdió, a mediados de abril cesaron las súbitas irrupciones de sensaciones y música y escenas de infancia, sus súbitos «arrebatos» epilépticos que la llevaban al mundo de la temprana infancia, que eran sin lugar a dudas «reminiscencias», y auténticas, pues, como ha demostrado irrefutablemente Penfield, esos ataques captan y reproducen una realidad, una realidad experimental y no una fantasía, segmentos concretos de una existencia y una experiencia pasada de un individuo.

Pero Penfield habla siempre de «conciencia» a este respecto... de ataques físicos que captan y reproducen convulsivamente, parte de la corriente de conciencia, de la realidad consciente. Lo que es especialmente importante, y conmovedor, en el caso de la señora O'C. es que la «reminiscencia» epiléptica se centró en su caso en algo inconsciente, en experiencias de la primera infancia, desvanecidas o desterradas de la conciencia, y las restauró, convulsivamente, sacándolas a la conciencia y al recuerdo pleno. Y por este motivo, hemos de suponer, aunque la puerta se cerró, psicológicamente, la experiencia en sí no se olvidó, sino que dejó una impresión duradera y profunda y la persona la apreció como una experiencia significativa y salutífera. «Me alegro de que sucediese», decía cuando ya había terminado. «Fue la experiencia más saludable y feliz de mi vida. No hay ya un gran sector de infancia perdido. Aunque no pueda recordar los detalles ahora, sé que está todo ahí. Hay una especie de plenitud que nunca había poseído.»

No eran palabras vanas, sino valientes y veraces. Los ataques de la señora O'C. provocaron una especie de «conversión», aportaron un centro a una vida que carecía de él, le devolvieron la infancia que había perdido... y con ella una serenidad que no había experimentado hasta entonces y que persistió el resto de su vida: una serenidad básica y una seguridad de espíritu como sólo pueden disfrutarla aquellos que poseen, o recuerdan, el pasado auténtico.

Postdata

Pacientes con sordera nerviosa grave pueden tener «fantasmas» musicales. Pero en la mayoría de los casos no puede detectarse ninguna patología, y la condición, aunque molesta, es básicamente benigna. (No está claro, ni mucho menos, por qué las partes musicales del cerebro, sobre todo, hayan de ser propensas, a estas «emisiones» en la vejez).

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