viernes, 2 de noviembre de 2007

Curso acelerado de suicidios creativos

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Es bueno tener estilo para todo, incluso para suicidarse. Si va uno a hacer algo, ¡al menos hacerlo bien, con algo de originalidad, o belleza, o innovación, lo que sea, algo! Con este breve curso por imágenes, usted va a tener ideas inspiradoras que le permitirán convertirse en un suicida prestigioso y estimado en su comunidad. ¡Nadie quiere a los mediocres, pero usted es especial! Usted no morirá convencionalmente si sabe inspirarse en los siguientes ejemplos. Comencemos.

Ante todo, debe usted olvidarse de darse a sí mismo muerte por los procedimientos más conocidos. Desde luego, olvídese del burdo intento de la imagen de arriba encabezando el post. ¡Nada del tópico de dispararse a la cabeza! Además ese método es dañino para la muñeca, que puede dislocarse al torcerla para enderezar el cañón del revólver contra su cabeza. En todo caso, comprar el pack especial suicidios que ofrecemos en nuestra web, que incluye el revólver adaptado para nuestro objetivo concreto:
No obstante, recuerde que nosotros desaconsejamos enfáticamente recurrir a los medios clásicos de suicidio, de modo que el tradicional disparo en la cabeza vendría a manifestar que usted ya estaba muerto previamente a su suicidio. ¡No tenía vida ni siquiera para innovar un poquito a la hora de morir!

Si va a usar un método tradicional, al menos póngale algún complemento que lo haga único. Si insiste en el método del disparo, recomendamos especialmente el suicidio erótico, que ha demostrado su eficacia con hasta ahora 8 clientes. Viene a ser más o menos así:

¡Y la chica la ponemos nosotros! Al módico precio de 3000 euros. Puede parecerle caro pero recuerde, ¡no tendrá que pagar a nadie nunca más en su vida! Si desconfía de la fortaleza de su miembro viril para ejecutar el anterior procedimiento, disponemos en nuestro catálogo de la alternativa ideal: muerte por aplastamiento. (Se llama Pepa y cuesta otros 3000 euros).

Por experiencia, somos conscientes que una parte de nuestros clientes no gustan de métodos tan vertiginosos como los que estamos exponiendo hasta ahora. Por diversos motivos, algunos suicidas indecisos desean una muerte relativamente lenta que les permita reflexionar si verdaderamente echan para adelante o cambian de opinión. Para estos exigentes clientes tenemos el suicidio-zen. Tranquilo, paciente, aunque quizás no el más eficaz.

Aquí debajo presentamos una caricatura hecha al inventor de tal método, el cual es accionista de nuestro negocio (sí, de un modo u otro sobrevivió a su propio invento; realmente no es de extrañar).

No sin algo de rubor debemos confesar que otro de nuestros accionistas también empleó ese mismo método del suicidio-zen. Nosotros lo recomendamos especialmente a aquellos suicidas que no tengan tan claro que deseen morir.

Pero entremos en terreno más serio. Si usted pertenece al selecto grupo de suicidas que ya han reflexionado largo y tendido y tienen clarísimo que desean acabar fulminantemente con su vida, entonces dispone del innovador Método Bush. Consiste en exponerse cara a cara con alguien tan feo que la muerte sobrevenga del susto. El método parece prometedor pero no se ha testado todavía. Sólo tenemos comprobado que el llanto de los bebés ante un impacto semejante está garantizado.

Puede que usted prefiera sacrificar el aspecto artístico de su suicidio en aras de asegurar la fiabilidad. En tal caso le sugerimos el cóctel combinado, véase la ilustración siguiente:

La naturaleza nos ofrece también modelos inspiradores, ¡en cuántos campos imitamos la "tecnología" animal! Nuestro libro "Ellos también lo hacen", referido al suicidio en animales, ofrece diversos estudios y anécdotas que le permitirán inspirarse en la sabia intuición de los diversos animales a la hora de acabar con sus vidas. Véase un ejemplo:

El siguiente método lo empleé yo mismo. Para ello llamamos a Susana (5000 euros) y ella nos inspirará con gestos de mímica diversos modos suicidas. Corre bajo nuestra propia responsabilidad llevar alguno de esos métodos sugeridos por Susana a la práctica. Contraindicaciones del Método Susana: yo mismo he comprobado que la propia excitación del momento, lógica cuando uno va a quitarse la vida, produce a veces un repentino amor a la vida que impide la cristalización del planeado suicidio.

Nota: si el mencionado "amor a la vida" se desea ocurra con Susana, son 500 euros la noche. Adjuntamos bella foto de Susana mientras trabaja:

¡Y bueno! ¿Todavía no se ha suicidado! ¡¡A qué espera!! Si no quiere emplear ninguno de nuestros métodos, que son de pago, ¡métase la cabeza donde le quepa y muérase!


Si a estas alturas sigue vivo, sepa usted que los servicios vitales de Susana son exclusiva de nuestra web. ¡Esperamos su mail y su dinero!

jueves, 18 de octubre de 2007

Música gratis (cortesía del cerebro)

Otro caso curioso basado en las explicaciones que nos cuenta el neurólogo Oliver Sacks de casos conocidos por él a lo largo de su trayectoria profesional. Esta vez se trata de una paciente que escucha música sin necesidad de ningún aparato excepto su propio cerebro. Dejemos que nos lo explique detalladamente el doctor Sacks:

Reminiscencia

La señora O'C. estaba un poco sorda, pero gozaba por lo demás de buena salud. Vivía en una residencia para ancianos. Una noche, en enero de 1979, soñó clara y nostálgicamente con su infancia en Irlanda y sobre todo con las canciones que cantaban allí y con cuya música bailaban. Cuando se despertó aún seguía sonando la música, muy alto y muy claro. «Aún debo seguir soñando», pensó, pero no era así. Se levantó, agitada y desconcertada. Se encontró con que era aún de noche. Alguien debe haberse dejado la radio puesta, supuso. ¿Pero por qué era ella la única persona que la oía? Comprobó todos los aparatos de radio que pudo encontrar: estaban todos apagados. Luego se le ocurrió otra idea: había oído decir que los empastes dentales podían actuar a veces como un receptor cristalino, recogiendo emisiones descarriadas con extraordinaria intensidad. «Es eso», pensó. «Uno de los empastes que tengo me está dando la lata. No me la dará mucho. Haré que me lo arreglen por la mañana. » Se quejó a la enfermera del turno de noche, pero ésta le dijo que los empastes parecían en perfecto estado. Entonces se le ocurrió otra idea: «¿Qué emisora de radio», razonó, «emitiría canciones irlandesas, ensordecedoramente, en mitad de la noche? Canciones, sólo canciones, sin introducción ni comentario. Y sólo canciones que conozco yo. ¿Qué estación de radio iba a poner mis canciones y nada más?». Entonces se preguntó: «¿Estará la radio en mi cabeza?».

A estas alturas estaba ya totalmente desconcertada... y la música seguía, ensordecedora. Su última esperanza era su ENT, el otólogo que la examinaba: él la tranquilizaría, le diría que eran sólo «ruidos en el oído», algo relacionado con su sordera, nada que pudiese ser motivo de preocupación. Pero cuando lo vio, aquella misma mañana, el otólogo le dijo: «No, señora O'C., no creo que sean sus oídos. Un simple zumbido o un silbido o un rumor, quizás. Pero un concierto de canciones irlandesas... eso no son los oídos. Quizás», añadió, «debiera ver usted a un psiquiatra». La señora O'C. pidió hora a un psiquiatra aquel mismo día. «No, señora O'C. », le dijo el psiquiatra, «no es su mente. No está usted loca... y los locos no oyen música, oyen sólo "voces". Ha de ver usted a un neurólogo, a mi colega el doctor Sacks». Y así fue como vino a mí la señora O'C.

La conversación no fue nada fácil, en parte por la sordera de la señora O'C., pero más que nada porque yo quedaba eclipsado una y otra vez por las canciones... sólo podía oírme con las más suaves. Era una mujer inteligente, despierta, no deliraba ni estaba loca, pero tenía una expresión absorta, remota, como si tuviese la mitad de su ser en un mundo propio. No pude localizar ningún problema neurológico. De todos modos, yo sospechaba que la música era «neurológica».

¿Qué podría haberle sucedido a la señora O'C. para llegar a aquella situación? Tenía ochenta y ocho años y su estado general de salud era excelente, no tenía ni rastro de fiebre. No estaban administrándole medicamentos que pudiesen desequilibrar su notable buen juicio. Y el día anterior estaba perfectamente normal, al parecer.

—¿Cree usted que es un ataque, doctor? —me preguntó, leyendo mis pensamientos.

—Podría ser —dije— aunque jamás he visto un ataque como éste. Algo ha pasado, de eso no hay duda, pero no creo que corra usted peligro. No se preocupe y conserve la calma.

—No es fácil conservar la calma —dijo ella— cuando se está pasando por lo que estoy pasando yo. Sé que hay silencio aquí, pero yo estoy en un océano de sonidos.

Quise hacer un electroencefalograma inmediatamente, prestando especial atención a los lóbulos temporales, los lóbulos «musicales» del cerebro, pero las circunstancias no lo permitieron hasta un tiempo después. En este período de espera, se atenuó la música, disminuyó de intensidad y, sobre todo, pasó a ser menos persistente. La señora O'C. pudo dormir después de tres noches y, progresivamente, conversar y oír entre «canciones». Cuando pude hacerle un encefalograma, sólo oía ya fragmentos breves y esporádicos de música una docena de veces, más o menos, a lo largo del día. En cuanto la instalamos y le aplicamos los electrodos en la cabeza, le pedí que se echase y se quedase quieta, que no dijese nada y que no «cantase para sí», pero que levantase el dedo índice de la mano derecha un poco (lo que no modificaría el electroencefalograma) si oía una de sus canciones mientras hacíamos la prueba. En el curso de un período de registro de dos horas, levantó el dedo en tres ocasiones y cada vez que lo hizo las plumas del electroencefalograma resonaron y transcribieron picos y olas agudas en los lóbulos temporales del cerebro. Esto confirmaba que estaba teniendo ataques en el lóbulo temporal, los cuales, lo supuso Hughlings Jackson y lo demostró Wilder Penfield, son la base invariable de la «reminiscencia» y de las alucinaciones experimentales. Pero ¿por qué habría manifestado súbitamente aquel extraño síntoma? Realicé una exploración cerebral y mostró que la señora O'C. había tenido en realidad una pequeña trombosis o infartación en una parte del lóbulo temporal derecho. La súbita irrupción de canciones irlandesas en la noche, la activación súbita de rastros de memoria musicales en el córtex, eran, al parecer, consecuencia de un ataque, y lo mismo que remitió éste, «remitieron» también las canciones.

A mediados de abril habían desaparecido del todo, y la señora O'C. volvía a ser ella misma. Le pregunté entonces qué pensaba de toda la experiencia y si echaba de menos, en concreto, aquellas canciones paroxísmicas que antes oía.

—Es curioso que me lo pregunte usted —dijo con una sonrisa—. Yo diría que, en términos generales, es un gran alivio. Pero, sí, echo de menos un poco las viejas canciones. Ahora muchas de ellas no soy capaz de recordarlas siquiera. Era como volver a una parte olvidada de mi infancia. Y algunas de las canciones eran realmente preciosas.

Había oído cosas similares a algunos de mis pacientes tratados con L-Dopa... y el término que yo utilizaba era «nostalgia incontinente». Y lo que me dijo la señora O'C., su patente nostalgia, me recordó un relato conmovedor de H. G. Wells, «La puerta en el muro». Le expliqué el argumento. «Es eso», dijo ella. «Eso expresa perfectamente la atmósfera,el sentimiento. Pero mi puerta es real, lo mismo que era real mi muro. Mi puerta lleva al pasado perdido y olvidado. »

No volví a ver un caso similar hasta junio del año pasado, en que me pidieron que examinara a la señora O'M., que estaba por entonces ingresada en la misma institución. La señora O'M. tenía también ochentaitantos años, estaba también un poco sorda, era también inteligente y despierta. Oía música también dentro de la cabeza y a veces un zumbido o un silbido o un estruendo; a veces oía «voces que hablaban», normalmente «lejanas» y «varias a la vez», de modo que nunca podía entender lo que decían. No había explicado estos síntomas a nadie y tenía la preocupación secreta, desde hacía cuatro años, de si no estaría loca. Se tranquilizó mucho cuando la monja le dijo que había habido un caso similar en la residencia tiempo atrás y aun más cuando pudo sincerarse conmigo.

Un día, explicó la señora O'M., estaba rallando pastinacas en la cocina y empezó a oír una canción. Era Easter Parade y le siguieron, rápidamente, Glory, Glory, Hallelujah y Good Night, Sweet Jesus. Ella pensó, lo mismo que la señora O'C., que se habían dejado puesto un aparato de radio, pero descubrió muy pronto que todos los aparatos de radio estaban apagados. Esto sucedió en 1979, cuatro años antes. La señora O'C. se recuperó en unas cuantas semanas, pero la música de la señora O'M. continuó y el problema fue haciéndose cada vez más grave.

Al principio sólo oía estas tres canciones... a veces de forma espontánea, como caídas del cielo, pero las oía seguro si pensaba por casualidad en cualquiera de ellas. Procuraba, por tanto, no pensar en ellas, pero el esfuerzo de evitarlo resultaba tan provocativo como el pensar en ellas.

—¿Le gustan esas canciones concretas? —pregunté, psiquiátricamente—. ¿Tienen algún significado especial para usted?

—No —dijo enseguida—. Nunca me han gustado en especial, no creo que tengan ningún significado especial para mí.

—¿Y qué sentía usted cuando surgían una y otra vez?

—Llegué a odiarlas —contestó con mucho sentimiento—. Era como si un vecino chiflado pusiese continuamente el mismo disco.

Durante un año o más fueron sólo estas canciones, en una sucesión enloquecedora. Pero después (y aunque fue peor en un sentido, fue también un alivio) la música interior se hizo más compleja y variada. Oía muchísimas canciones... a veces varias simultáneamente; a veces oía una orquesta o un coro; y, de vez en cuando, voces, o una mera algarabía de ruidos.

Cuando pasé a examinar a la señora. O'M. no hallé nada anormal salvo en la audición, y lo que encontré allí fue de singular interés. Tenía una cierta sordera del oído interno, de tipo común, pero además y, por encima de esto, tenía una extraña dificultad para percibir y distinguir los tonos, de un tipo que los neurólogos denominan amusia, y que está especialmente correlacionada con una deficiencia de función en los lóbulos auditivos (o temporales) del cerebro. Ella misma se quejaba de que últimamente los himnos de la capilla parecían todos iguales, de modo que apenas podía distinguirlos por el tono o la melodía y tenía que basarse en las letras o en el ritmo. Y aunque había tenido una voz excelente en el pasado, cuando la examiné cantaba con una voz monótona y desafinada. Comentó también que su música interior era más vívida cuando se despertaba, y que iba perdiendo esa viveza a medida que se acumulaban otras impresiones sensoriales; y que era menos probable que surgiese si estaba ocupada emotiva, intelectual y, sobre todo, visualmente. Durante la hora, más o menos, que estuvo conmigo, sólo oyó la música una vez: unos cuantos compases de Easter Parade, tan alto y tan súbitamente que apenas la dejaba oírme a mí.

Le hicimos un electroencefalograma que indicó excitabilidad y un voltaje sorprendentemente elevado en ambos lóbulos temporales, las partes del cerebro relacionadas con la representación central de música y sonidos, y con la evocación de escenas y experiencias complejas. Y siempre que la señora O'M. «oía» algo, las ondas de alto voltaje se hacían agudas, como picos, y francamente convulsivas. Esto confirmaba mi idea de que padecía también una epilepsia musical, asociada con un trastorno de los lóbulos temporales.

Pero, ¿qué les pasaba a la señora O'C. y a la señora O'M. ? Lo de «epilepsia musical» parece una contradicción en sí mismo, pues la música, normalmente, está llena de sentimiento y de sentido, y corresponde a algo profundo que hay en nosotros, «el mundo de detrás de la música», en frase de Thomas Mann, mientras que la epilepsia sugiere precisamente lo contrario: un acontecimiento fisiológico imprevisible y burdo, totalmente indiscriminado, sin sentimiento ni sentido. Así pues una «epilepsia musical» o una «epilepsia personal» resultaría algo contradictorio en sí mismo. Y sin embargo estas epilepsias se producen, aunque únicamente en el contexto de los ataques del lóbulo temporal, son epilepsias del sector reminiscente del cerebro. Hughlings Jackson las describió hace un siglo, y habló en este marco de «estados de ensoñación», de «reminiscencia» y de «ataques físicos»:

No es nada excepcional que los epilépticos tengan estados mentales nebulosos y sin embargo sumamente complejos al iniciarse los ataques epilépticos... El estado mental complejo, o la llamada aura intelectual, es siempre el mismo, o esencialmente el mismo, en cada caso.

Estas descripciones no pasaron de ser puramente anecdóticas hasta los extraordinarios estudios que realizó Wilder Penfield medio siglo después. Penfield no sólo consiguió localizar su origen en los lóbulos temporales, sino que consiguió evocar el «estado mental complejo», o las «alucinaciones experimentales» sumamente precisas y detalladas de estos ataques mediante estimulación eléctrica leve de los puntos propensos al ataque del córtex cerebral, cuando éste quedaba expuesto, por una intervención quirúrgica o en pacientes plenamente conscientes. Estas estimulaciones provocaban instantáneamente alucinaciones extraordinariamente vívidas de melodías, personas, escenas, que se experimentaban, se vivían, como algo abrumadoramente real, pese a la atmósfera prosaica de la sala de operaciones, y podían describirse a los presentes con fascinante detalle, confirmando aquello a lo que se refería Jackson sesenta años antes al hablar de la «duplicación de conciencia» característica:

Hay (1) el estado semiparasitario de conciencia (estado de ensueño) y (2) restos de conciencia normal y, en consecuencia, una conciencia doble... una diplopia mental.

Esto me lo explicaron con toda precisión mis dos pacientes. La señora O'M. me oía y me veía, aunque con cierta dificultad, a través del ensueño ensordecedor de Easter Parade, o el sueño más tranquilo, aunque más profundo, de Good Night, Sweet Jesus (que le evocaba la presencia de una iglesia de la calle 31 a la que ella solía ir, donde cantaban siempre esta canción después de la novena). Y la señora O'C. también me veía y me oía, a través del ataque anamnésico mucho más profundo de su infancia en Irlanda: «Yo sé que está usted ahí, doctor Sacks. Sé que soy una anciana que sufre un ataque y que estoy en una residencia de ancianos, pero siento que soy una niña de nuevo y estoy en Irlanda... siento los brazos de mi madre, la veo, oigo su voz que canta». Estas alucinaciones o sueños epilépticos no son nunca fantasías, según demostró Penfield: son siempre recuerdos, y recuerdos del tipo más preciso y claro, acompañados por las emociones que acompañaron a la experiencia original. Su carácter extraordinario y coherentemente detallado, detalle que se evocaba cada vez que se estimulaba el córtex, y que superaba todo lo que pudiese recordarse a través de la memoria ordinaria, indicó a Penfield que el cerebro mantenía un registro casi perfecto de toda la experiencia vital, que la corriente total de la conciencia se preservaba en el cerebro y, por ello, podía evocarse o provocarse siempre, bien por las circunstancias y necesidades normales de la vida, o bien por las circunstancias extraordinarias de una estimulación eléctrica o epiléptica. La variedad, el «absurdo», de estas escenas y recuerdos convulsivos hicieron pensar a Penfield que esta reminiscencia carecía básicamente de sentido y que era imprevisible:

En la práctica suele hacerse muy patente que la respuesta experimental evocada es una reproducción al azar de lo que formase la corriente de conciencia durante cierto intervalo de la vida pasada del paciente... Puede haber sido [continúa Penfield, resumiendo la extraordinaria variedad de escenas y sueños epilépticos que ha evocado] un momento en que escuchabas música, un momento en que mirabas por la puerta de un salón de baile, un momento en que imaginabas la acción de unos ladrones de una historieta, el momento de despertar de un sueño vivido, el momento de una conversación jocosa con amigos, el momento en que escuchabas atentamente para asegurarte de que tu hijo pequeño estaba bien, el momento en que mirabas carteles iluminados, el momento en que estabas en la sala de parto en un nacimiento, el momento en que te asustaba un hombre amenazador, el momento en que veías cómo entraba gente en la habitación con nieve en la ropa... Puede ser ese momento en que estabas parado en la esquina de Jacob y Whashington, South Bend, Indiana... cuando contemplabas los carros de un circo una noche hace muchos años, en la infancia... el momento en que oías (y veías) a tu madre apremiar a los invitados que se iban ya... o de oír a tu padre y a tu madre cantando villancicos.

Ojalá pudiese citar en su integridad este pasaje maravilloso de Penfield (Penfield y Perot, pags. 687 y siguientes). Aporta, lo mismo que mis damas irlandesas, un sentimiento asombroso de «fisiología personal», la fisiología del yo. A Penfield le impresionaba la frecuencia de los ataques musicales, y nos da muchos ejemplos fascinantes, y a menudo divertidos. Una incidencia del tres por ciento en los más de quinientos epilépticos del lóbulo temporal que estudió él:

Nos sorprendió el número de veces que la estimulación eléctrica provocó que el paciente oyese música. Se produjo en diecisiete puntos distintos en once casos. A veces era una orquesta, otras voces cantando, o un piano tocando, o un coro. Varias veces fue, según el sujeto, una sintonía de un programa de radio... La localización del área de producción de música es la circunvolución temporal superior, bien la superficie superior o la lateral (y, por tanto, próxima al punto asociado con la llamada epilepsia musicogénica).

Corroboran esto, espectacular y a menudo trágicamente, los ejemplos que da Penfield. La lista siguiente procede de su último gran artículo:

White Christmas (caso cuatro). Cantada por un coro. Rolling Along Together (caso cinco). No identificada por la paciente, pero reconocida por la enfermera cuando la paciente la tarareó estimulada. Hush-a-Bye Baby (caso seis). Cantada por su madre, pero se cree que podría ser también la sintonía de un programa de radio. «Una canción que había oído antes, popular en la radio» (caso diez) Oh Marie Oh Marie (caso treinta). La sintonía de un programa de radio. The War March of the Priests (caso treinta y uno). Estaba al otro lado del Hallelujah Chorus en un disco que pertenecía a la paciente. «Papá y mamá cantando villancicos» (caso treinta y dos). «Música de los Guys and Dolls» (caso treinta y siete). «Una canción que había oído muchas veces en la radio» (caso cuarenta y cinco). I'll Get By y You'll Never Know (caso cuarenta y seis). Canciones que había oído con frecuencia en la radio.

¿Hay alguna razón, hemos de preguntarnos, por la que canciones concretas (o escenas) sean «seleccionadas» por pacientes concretos para reproducirlas en sus ataque alucinatorios? Penfield considera esta cuestión y cree que no hay ninguna razón y que la selección realizada no tiene significado alguno:

Sería muy difícil de creer que alguna de las canciones y de los incidentes triviales que se recuerdan bajo estimulación o por descarga epiléptica pudiese tener una posible significación emotiva para elpaciente, aun en el caso de que uno tenga una aguda conciencia de esa posibilidad.

Penfield llega a la conclusión de que la selección se realiza «completamente al azar, salvo que haya alguna evidencia de condicionamiento cortical». Éstas son las palabras, esta es la actitud, digamos, de la fisiología. Quizás Penfield tenga razón... pero ¿podría haber algo más? ¿Es él en realidad «agudamente consciente», suficientemente consciente, a los niveles que importa, de la posible significación emotiva de las canciones, de lo que Thomas Mann llamaba el «mundo de detrás de la música»? ¿Puede uno contentarse con preguntas superficiales, como «¿Tiene esta canción algún significado especial para usted?». Sabemos, demasiado bien, por el estudio de las «asociaciones libres» que los pensamientos que parecen más triviales, más fruto del azar, pueden tener una profundidad y una resonancia inesperadas, pero que esto sólo se manifiesta con un análisis en profundidad. Es notorio que ese análisis profundo no se da en Penfield, ni en ninguna otra psicología fisiológica. No está claro si es preciso un análisis profundo de este género, pero dada la oportunidad extraordinaria de una antología tal de escenas y canciones convulsivas, uno cree que al menos debería hacerse un intento.

He vuelto brevemente a la señora O'M. para obtener sus asociaciones, sus sentimientos, respecto a sus «canciones». Esto puede ser innecesario, pero creo que merece la pena probar. Ha aflorado ya una cosa importante. Aunque no puede atribuir conscientemente sentido o significado especial a las tres canciones, recuerda ahora, y esto lo confirman otros, que era propensa a tararearlas, inconscientemente, mucho antes de que se convirtieran en ataques alucinatorios. Esto indica que estaban ya, inconscientemente, «seleccionadas»... una selección de la que se sirvió luego la patología orgánica que sobrevino.

¿Siguen siendo sus favoritas? ¿Le importan ahora? ¿Obtiene algo de su música alucinatoria? Un mes después de que yo viese a la señora O'M. salió un artículo en el New York Times titulado «¿Tenía Shostakovich un secreto?». El «secreto» de Shostakovich, se decía (lo decía un neurólogo chino, el doctor Dajue Wang), era la presencia de una esquirla metálica, un fragmento de bomba móvil, en su cerebro, en el cuerno temporal del ventrículo izquierdo. Al parecer Shostakovich se mostraba muy reacio a que le extrajesen aquella esquirla:

Desde que tenía alojado allí el fragmento, decía, cada vez que inclinaba la cabeza hacia un lado podía oír música. Tenía la cabeza llena de melodías (siempre distintas) de las que se servía luego para componer.

Al parecer los rayos X indicaron que el fragmento se movía cuando Shostakovich movía la cabeza, que presionaba en el lóbulo temporal musical cuando se inclinaba, y producía así una infinidad de melodías de las que se servía luego el talento de Shostakovich. El doctor R. A. Henson, compilador de Music and the Brain (1977), mostraba un escepticismo profundo pero no absoluto: «Vacilaría si hubiese de afirmar que no podría suceder».

Después de leer el artículo se lo di a la señora O'M. para que lo leyera y sus reacciones fueron vigorosas y claras. «Yo no soy Shostakovich», dijo. «Yo no puedo utilizar mis canciones. De todos modos, estoy harta de ellas... son siempre las mismas. Quizás para Shostakovich fuesen un don las alucinaciones musicales, pero para mí no son más que un fastidio. Él no quería tratamiento... pero yo lo quiero, desde luego que sí. »

Le apliqué a la señora O'M. un tratamiento con anticonvulsivos y enseguida dejó de tener convulsiones musicales. Volví a verla hace poco y le pregunté si las echaba de menos. «Nada de eso», dijo. «Estoy mucho mejor sin ellas. » Pero no sucedía lo mismo, como hemos visto, en el caso de la señora O'C., cuya alucinosis era de un género mucho más complejo, más misterioso y más profundo, aunque su origen fuese cosa del azar, tenía en definitiva una gran utilidad y un gran significado desde el punto de vista psicológico.

En realidad en el caso de la señora O'C. la epilepsia era diferente desde el principio, tanto en el aspecto fisiológico como por el impacto y el carácter «personal». Hubo, durante las primeras 72 horas, un ataque, o «status» de ataque, casi continuo, vinculado a una apoplejía del lóbulo temporal. Esto era por sí sólo abrumador. En segundo término, y también esto tenía cierta base fisiológica (en la brusquedad y amplitud del ataque y en la alteración que producía del uncus de los centros emotivos profundos, de la amígdala, del sistema límbico, etcétera, en lo profundo, y en las profundidades del lóbulo temporal), había una emoción abrumadora relacionada con los ataques y un contenido abrumador (y profundamente nostálgico), una sensación abrumadora de ser de nuevo niña, en su hogar hacía tanto olvidado, en los brazos y en la presencia de su madre.

Puede ser que estos ataques tengan un origen fisiológico y personal al mismo tiempo, procediendo de determinadas zonas cargadas del cerebro, pero, asimismo, atendiendo a necesidades y circunstancia psíquicas particulares, como en el caso de que nos habla Dennis Williams (1956):

Un representante, treinta y un años (caso 2770), tenía epilepsia que se manifestaba cuando se encontraba sólo entre extraños. Inicio: un recuerdo visual de sus padres en casa, el sentimiento «qué maravilloso estar de vuelta». Lo describía como un recuerdo muy agradable. Se le pone carne de gallina, siente frío y calor, y, o bien remite el ataque, o bien se inicia ya una convulsión.

Williams expone este caso asombroso sin más comentario, y no establece ninguna relación entre sus partes. La emoción se menosprecia como puramente fisiológica («placer ictal» impropio) y no se indica tampoco la posible relación entre «estar de vuelta en casa» y estar solo. Puede que tenga razón, claro; puede que todo sea puramente fisiológico; pero yo no puedo dejar de pensar que si uno ha de tener ataques, este individuo, el caso 2770, se las arreglaba para tener los ataques adecuados en el momento adecuado.

En el caso de la señora O'C. la necesidad nostálgica era más crónica y profunda, pues su padre había muerto antes de que ella naciese y su madre antes de que cumpliese cinco años. Huérfana y sola, la embarcaron para América, a vivir con una tía soltera bastante odiosa. La señora O'C. no tenía ningún recuerdo consciente de los cinco primeros años de su vida, no tenía ningún recuerdo de su madre, de Irlanda, del hogar. Siempre había sentido esto como una tristeza profunda y dolorosa... esta carencia u olvido de los primeros años de su vida, los más valiosos. Había intentado muchas veces, sin conseguirlo nunca, recuperar sus recuerdos de infancia olvidados y perdidos. Ahora, con su sueño, y el largo «estado de ensueño» que le sucedió, recuperaba una sensación básica de su infancia perdida y olvidada. El sentimiento que tenía no era sólo «placer ictal», sino un júbilo tembloroso, profundo y conmovedor. Era, según sus propias palabras, como abrir una puerta... una puerta que había permanecido tercamente cerrada toda su vida.

Esther Salaman, en su hermoso libro sobre «recuerdos involuntarios» (A Collection of Moments, 1970), habla de la necesidad de preservar, o recuperar «los sagrados y preciosos recuerdos de infancia», de lo empobrecida y desarraigada que resulta la vida sin ellos. Habla del gozo profundo, del sentido de la realidad, que puede aportar la recuperación de estos recuerdos, y expone abundantes y maravillosas citas autobiográficas, sobre todo de Dostoievski y de Proust. Todos somos «exiliados de nuestro pasado», escribe y como tales necesitamos recuperarlo. Para la señora O'C. que tiene casi noventa años, que se aproxima al final de una vida larga y solitaria, esta recuperación de recuerdos de infancia «sagrados y preciosos», esta anamnesis extraña y casi milagrosa, que abre de par en par la puerta cerrada, la amnesia de la infancia, se la produjo, paradójicamente, un trastorno cerebral.

A diferencia de la señora O'M., a quien los ataques le resultaban agotadores y tediosos, a la señora. O'C. le parecían un alivio para el espíritu. Le proporcionaban un sentido de realidad y de vinculación psicológica, el sentido elemental que ella había perdido, en sus largas décadas de separación y de «exilio», de que había tenido un hogar y una infancia reales, que había sido mimada y amada y cuidada. La señora O'C., a diferencia de la señora O'M. que quería tratamiento, rechazó los anticonvulsivos: «Necesito esos recuerdos», decía. «Necesito que esto siga... Y acabará solo muy pronto. »

Dostoievski tenía «ataques psíquicos» o «estados mentales complejos» cuando se iniciaban los ataques, y dijo en una ocasión de ellos:

Todos ustedes, los individuos sanos, no pueden imaginar la felicidad que sentimos los epilépticos durante el segundo que precede al ataque... No sé si esta felicidad dura segundos, horas o meses, pero créanme, no lo cambiaría por todos los gozos que pueda aportar la vida. (T. Alajouanine, 1963).

La señora O'C. habría comprendido esto. También ella conocía, en sus ataques, una felicidad extraordinaria. Pero a ella le parecía el apogeo de la cordura y la salud... la clave misma, la puerta en rigor, de la salud y la cordura. Así pues, sentía su enfermedad como salud, como curación.

La señora O'C., cuando mejoró, y se recuperó del ataque, tuvo un período de tristeza y de miedo. «La puerta se está cerrando», decía. «Estoy perdiéndolo todo de nuevo. » Y realmente lo perdió, a mediados de abril cesaron las súbitas irrupciones de sensaciones y música y escenas de infancia, sus súbitos «arrebatos» epilépticos que la llevaban al mundo de la temprana infancia, que eran sin lugar a dudas «reminiscencias», y auténticas, pues, como ha demostrado irrefutablemente Penfield, esos ataques captan y reproducen una realidad, una realidad experimental y no una fantasía, segmentos concretos de una existencia y una experiencia pasada de un individuo.

Pero Penfield habla siempre de «conciencia» a este respecto... de ataques físicos que captan y reproducen convulsivamente, parte de la corriente de conciencia, de la realidad consciente. Lo que es especialmente importante, y conmovedor, en el caso de la señora O'C. es que la «reminiscencia» epiléptica se centró en su caso en algo inconsciente, en experiencias de la primera infancia, desvanecidas o desterradas de la conciencia, y las restauró, convulsivamente, sacándolas a la conciencia y al recuerdo pleno. Y por este motivo, hemos de suponer, aunque la puerta se cerró, psicológicamente, la experiencia en sí no se olvidó, sino que dejó una impresión duradera y profunda y la persona la apreció como una experiencia significativa y salutífera. «Me alegro de que sucediese», decía cuando ya había terminado. «Fue la experiencia más saludable y feliz de mi vida. No hay ya un gran sector de infancia perdido. Aunque no pueda recordar los detalles ahora, sé que está todo ahí. Hay una especie de plenitud que nunca había poseído.»

No eran palabras vanas, sino valientes y veraces. Los ataques de la señora O'C. provocaron una especie de «conversión», aportaron un centro a una vida que carecía de él, le devolvieron la infancia que había perdido... y con ella una serenidad que no había experimentado hasta entonces y que persistió el resto de su vida: una serenidad básica y una seguridad de espíritu como sólo pueden disfrutarla aquellos que poseen, o recuerdan, el pasado auténtico.

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Pacientes con sordera nerviosa grave pueden tener «fantasmas» musicales. Pero en la mayoría de los casos no puede detectarse ninguna patología, y la condición, aunque molesta, es básicamente benigna. (No está claro, ni mucho menos, por qué las partes musicales del cerebro, sobre todo, hayan de ser propensas, a estas «emisiones» en la vejez).

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero

Un caso extraordinario, que dio título a uno de los libros más entretenidos del neurólogo Oliver Sacks. Por increíble que parezca, es un caso real de una persona real que acudió a su consulta. Merece el gusto leerlo y aprender de la diversidad humana y de los misterios recónditos del cerebro y la mente humana.

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero

El doctor P. era un músico distinguido, había sido famoso como cantante, y luego había pasado a ser profesor de la Escuela de Música local. Fue en ella, en relación con sus alumnos, donde empezaron a producirse ciertos extraños problemas. A veces un estudiante se presentaba al doctor P. y el doctor P. no lo reconocía; o, mejor, no identificaba su cara. En cuanto el estudiante hablaba, lo reconocía por la voz. Estos incidentes se multiplicaron, provocando situaciones embarazosas, perplejidad, miedo... y, a veces, situaciones cómicas. Porque el doctor P. no sólo fracasaba cada vez más en la tarea de identificar caras, sino que veía caras donde no las había: podía ponerse, afablemente, a lo Magoo, a dar palmaditas en la cabeza a las bocas de incendios y a los parquímetros, creyéndolos cabezas de niños; podía dirigirse cordialmente a las prominencias talladas del mobiliario y quedarse asombrado de que no contestasen. Al principio todos se habían tomado estos extraños errores como gracias o bromas, incluido el propio doctor P. ¿Acaso no había tenido siempre un sentido del humor un poco raro y cierta tendencia a bromas y paradojas tipo Zen? Sus facultades musicales seguían siendo tan asombrosas como siempre; no se sentía mal... nunca en su vida se había sentido mejor; y los errores eran tan ridículos (y tan ingeniosos) que difícilmente podían considerarse serios o presagio de algo serio. La idea de que hubiese «algo raro» no afloró hasta unos tres años después, cuando se le diagnosticó diabetes. Sabiendo muy bien que la diabetes le podía afectar a la vista, el doctor P. consultó a un oftalmólogo, que le hizo un cuidadoso historial clínico y un meticuloso examen de los ojos. «No tiene usted nada en la vista», le dijo. «Pero tiene usted problemas en las zonas visuales del cerebro. Yo no puedo ayudarle, ha de ver usted a un neurólogo.» Y así, como consecuencia de este consejo, el doctor P. acudió a mí.

Se hizo evidente a los pocos segundos de iniciar mi entrevista con él que no había rastro de demencia en el sentido ordinario del término. Era un hombre muy culto, simpático, hablaba bien, con fluidez, tenía imaginación, sentido del humor. Yo no acababa de entender por qué lo habían mandado a nuestra clínica.

Y sin embargo había algo raro. Me miraba mientras le hablaba, estaba orientado hacia mí, y, no obstante, había algo que no encajaba del todo... era difícil de concretar. Llegué a la conclusión de que me abordaba con los oídos, pero no con los ojos. Éstos, en vez de mirar, de observar, hacia mí, «de fijarse en mí», del modo normal, efectuaban fijaciones súbitas y extrañas (en mi nariz, en mi oreja derecha, bajaban después a la barbilla, luego subían a mi ojo derecho) como si captasen, como si estudiasen incluso, esos elementos individuales, pero sin verme la cara por entero, sus expresiones variables, «a mí», como totalidad. No estoy seguro de que llegase entonces a entender esto plenamente, sólo tenía una sensación inquietante de algo raro, cierto fallo en la relación normal de la mirada y la expresión. Me veía, me registraba, y sin embargo...

—¿Y qué le pasa a usted? —le pregunté por fin.

—A mí me parece que nada —me contestó con una sonrisa— pero todos me dicen que me pasa algo raro en la vista.

—Pero usted no nota ningún problema en la vista.

—No, directamente no, pero a veces cometo errores.

Salí un momento del despacho para hablar con su esposa. Cuando volví, él estaba sentado junto a la ventana muy tranquilo, atento, escuchando más que mirando afuera.

—Tráfico —dijo— ruidos callejeros, trenes a lo lejos... componen como una sinfonía, ¿verdad, doctor? ¿Conoce usted Pacific 234 de Honegger?

Qué hombre tan encantador, pensé. ¿Cómo puede tener algo grave? ¿Me permitirá examinarle?

—Sí, claro, doctor Sacks.

Apacigüé mi inquietud, y creo que la suya, con la rutina tranquilizadora de un examen neurológico: potencia muscular, coordinación, reflejos, tono... Y cuando examinaba los reflejos (un poco anormales en el lado izquierdo) se produjo la primera experiencia extraña. Yo le había quitado el zapato izquierdo y le había rascado en la planta del pie con una llave (un test de reflejos frívolo en apariencia pero fundamental) y luego, excusándome para guardar el oftalmoscopio, lo dejé que se pusiera el zapato. Comprobé sorprendido al cabo de un minuto que no lo había hecho.

—¿Quiere que le ayude? —pregunté.

—¿Ayudarme a qué? ¿Ayudar a quién?

—Ayudarle a usted a ponerse el zapato.

—Ah, sí —dijo— se me había olvidado el zapato —y añadió, sotto voce—: ¿El zapato? ¿El zapato?

Parecía perplejo.

—El zapato —repetí—. Debería usted ponérselo.

Continuaba mirando hacia abajo, aunque no al zapato, con una concentración intensa pero impropia. Por último posó la mirada en su propio pie.

—¿Éste es mi zapato, verdad?

¿Había oído mal yo? ¿Había visto mal él?

—Es la vista —explicó, y dirigió la mano hacia el pie—. Éste es mi zapato, ¿verdad?

—No, no lo es. Ése es el pie. El zapato está ahí.

—¡Ah! Creí que era el pie.

¿Bromeaba? ¿Estaba loco? ¿Estaba ciego? Si aquél era uno de sus «extraños errores», era el error más extraño con que yo me había tropezado en mi vida.

Le ayudé a ponerse el zapato (el pie), para evitar más complicaciones. Él, por otra parte, estaba muy tranquilo, indiferente, hasta parecía haberle hecho gracia el incidente. Seguí con el examen. Tenía muy buena vista: veía perfectamente un alfiler puesto en el suelo, aunque a veces no lo localizaba si quedaba a su izquierda.

Veía perfectamente, pero ¿qué veía? Abrí un ejemplar de la revista National Geografic y le pedí que me describiese unas fotos.

Las respuestas fueron en este caso muy curiosas. Los ojos iban de una cosa a otra, captando pequeños detalles, rasgos aislados, haciendo lo mismo que habían hecho con mi rostro. Una claridad chocante, un color, una forma captaban su atención y provocaban comentarios... pero no percibió en ningún caso la escena en su conjunto. No era capaz de ver la totalidad, sólo veía detalles, que localizaba como señales en una pantalla de radar. Nunca establecía relación con la imagen como un todo... nunca abordaba, digamos, su fisonomía. Le era imposible captar un paisaje, una escena.

Le enseñé la portada de la revista, una extensión ininterrumpida de dunas del Sahara.

—¿Qué ve usted aquí? —le pregunté

—Veo un río —dijo—. Y un parador pequeño con la terraza que da al río. Hay gente cenando en la terraza. Veo unas cuantas sombrillas de colores.

No miraba, si aquello era «mirar», la portada sino el vacío, y confabulaba rasgos inexistentes, como si la ausencia de rasgos diferenciados en la fotografía real le hubiese empujado a imaginar el río y la terraza y las sombrillas de colores.

Aunque yo debí poner mucha cara de horror, él parecía convencido de que lo había hecho muy aceptablemente. Hasta esbozó una sombra de sonrisa. Pareció también decidir que la visita había terminado y empezó a mirar en torno buscando el sombrero. Extendió la mano y cogió a su esposa por la cabeza intentando ponérsela. ¡Parecía haber confundido a su mujer con un sombrero! Ella daba la impresión de estar habituada a aquellos percances.

Yo no podía explicar coherentemente lo que había ocurrido de acuerdo con la neurología convencional (o neuropsicología). El doctor P. parecía estar por una parte en perfecto estado y por otra absoluta e incomprensiblemente trastornado. ¿Cómo podía, por un lado, confundir a su mujer con un sombrero, y, por otro, trabajar, como trabajaba al parecer, de profesor en la Escuela de Música?

Tenía que rumiarme bien aquello, que verlo otra vez... y verlo en el ambiente familiar, en su casa.

Al cabo de unos días fui a ver al doctor P. y a su esposa a su casa, con la partitura de la Dichterliebe en la cartera (sabía que le gustaba Schumann), y una serie de extraños artilugios para las pruebas de percepción. La señora P. me hizo pasar a un soberbio apartamento que evocaba el Berlín fin-de-siécle. Presidía la estancia un majestuoso y antiguo Bösendorfer, y alrededor había atriles de música, instrumentos, partituras... Había libros, cuadros, pero la música era lo básico. Llegó el doctor P., un poco encorvado, y avanzó, distraído, la mano extendida, hacia el reloj de péndulo, pero al oír mi voz se corrigió y me dio la mano. Nos saludamos y hablamos un rato de los conciertos y actuaciones musicales del momento. Le pregunté, tímidamente, si podría cantar.

—¡La Dichterliebe! exclamó—. Pero yo ya no puedo leer la música. Tocará usted el piano, ¿de acuerdo?

Dije que lo intentaría. En aquel venerable y maravilloso instrumento hasta mi interpretación sonaba bien, y el doctor P. era un Fischer-Dieskau veterano pero infinitamente suave, que combinaba una voz y un oído perfectos con la inteligencia musical más penetrante. Era evidente que en la Escuela de Música no seguían teniéndolo como profesor por caridad.

Los lóbulos temporales del doctor P. estaban intactos, no cabía duda alguna: tenía un córtex musical maravilloso. ¿Qué tendría, me preguntaba yo, en los lóbulos parietal y occipital, sobre todo en las partes en que se producen los procesos de la visión? Llevaba los sólidos platónicos en el equipo neurológico y decidí empezar por ellos.

—¿Qué es esto? —pregunté, extrayendo el primero.

—Un cubo, por supuesto.

—¿Y esto? —pregunté, esgrimiendo otro.

Me preguntó si podía examinarlo, y lo hizo rápida y sistemáticamente:

—Un dodecaedro, por supuesto. Y no se moleste con los demás... ése de ahí es un icosaedro.

Era evidente que las formas abstractas no planteaban ningún problema. ¿Y las caras? Saqué una baraja. Identificó inmediatamente todas las cartas, incluidas las jotas, las reinas, los reyes y el comodín. Pero se trataba, claro, de dibujos estilizados, y era imposible determinar si veía rostros o sólo ciertas pautas. Decidí mostrarle un libro de caricaturas que llevaba en la cartera. También en este caso respondió bien mayoritariamente. El puro de Churchill, la nariz de Schnozzle: en cuanto captaba un rasgo podía identificar la cara. Pero las caricaturas son también formales y esquemáticas. Había que ver cómo se las arreglaba con rostros reales, representados de forma realista.

Puse la televisión, sin el sonido, y me topé con una película antigua de Bette Davis. Se estaba desarrollando una escena de amor. El doctor P. no fue capaz de identificar a la actriz... pero esto podría deberse a que la actriz nunca hubiese entrado en su mundo. Lo que resultaba ya más sorprendente era que no lograba identificar las expresiones de la actriz ni las de su pareja, aunque a lo largo de una sola escena tórrida dichas expresiones pasaron del anhelo voluptuoso a la pasión, la sorpresa, el disgusto y la furia, a una reconciliación tierna. El doctor P. no fue capaz de apreciar nada de todo esto. No parecía enterarse de lo que estaba sucediendo, de quién era quién, ni siquiera de qué sexo eran. Sus comentarios sobre la escena eran claramente marcianos.

Cabía la posibilidad de que parte de sus dificultades se debiesen a la irrealidad de un mundo hollywoodense de celuloide; pensé que quizás tuviese más éxito identificando caras de su propia vida. Había por las paredes fotos de la familia, de colegas, de alumnos, fotos suyas. Cogí unas cuantas y se las enseñé, no sin cierta aprensión. Lo que había resultado divertido, o chistoso, en relación con la película, resultaba trágico en la vida real. No identificó en realidad a nadie: ni a su familia ni a los colegas ni a los alumnos; ni siquiera se reconocía él mismo. Identificó en una foto a Einstein por el bigote y el cabello característicos; y lo mismo sucedió con una o dos personas más.

—¡Ah sí, Paul! —dijo cuando le enseñé una foto de su hermano—. Esa mandíbula cuadrada, esos dientes tan grandes... ¡Reconocería a Paul en cualquier parte!

¿Pero había reconocido a Paul o había identificado uno o dos de sus rasgos y podía en base a ellos formular una conjetura razonable sobre su identidad? Si faltaban «indicadores» obvios se quedaba totalmente perdido. Pero no era sólo que fallase la cognición, la gnosis; había algo fundamentalmente impropio en toda su forma de proceder. Abordaba aquellas caras (hasta las más próximas y queridas) como si fuesen pruebas o rompecabezas abstractos. No se relacionaba con ellas, no contemplaba. Ningún rostro le era familiar, no lo veía como correspondiendo a una persona, lo identificaba sólo como una serie de elementos, como un objeto. Así pues, había gnosis formal pero ni rastro de gnosis personal. Y junto a esto estaba su indiferencia o ceguera, a la expresión. Un rostro es, para nosotros, una persona que mira... vemos, digamos, a la persona, a través de su persona, su rostro. Pero para el doctor P. no existía ninguna persona en este sentido... no había persona exterior ni persona interior.

Yo había parado en una floristería de camino hacia su apartamento y me había comprado una rosa roja un poco extravagante para el ojal de la solapa. Me la quité y se la di. La cogió como un botánico o un morfólogo al que le dan un espécimen, no como una persona a la que le dan una flor.

—Unos quince centímetros de longitud —comentó—. Una forma roja enrollada con un añadido lineal verde.

—Sí —dije animándole— ¿Y qué cree usted que es, doctor P.?

—No es fácil de decir —parecía desconcertado—. Carece de la simetría simple de los sólidos platónicos, aunque quizás tenga una simetría superior propia... creo que podría ser un inflorescencia o una flor.

—¿Podría ser? —inquirí.

—Podría ser —confirmó.

—Huélala —propuse, y de nuevo pareció sorprenderse un poco, como si le hubiese pedido que oliese una simetría superior. Pero accedió cortés y se la acercó a la nariz. Entonces, bruscamente, revivió.

—¡Qué maravilla! —exclamó—. Una rosa temprana. ¡Qué aroma celestial!

Comenzó a tararear «Die Rose, die Lillie...» Parecía que el olor podía transmitir la realidad pero la vista no.

Pasé a hacer una última prueba. Era un día frío de principios de primavera y yo había dejado el abrigo y los guantes en el sofá.

—¿Qué es esto? —pregunté, enseñándole un guante.

—¿Puedo examinarlo? —preguntó y, cogiéndolo, pasó a examinarlo lo mismo que había examinado las formas geométricas.

—Una superficie continua —proclamó al fin— plegada sobre sí misma. Parece que tiene —vaciló— cinco bolsitas que sobresalen, si es que se las puede llamar así.

—Sí, bien —dije cautamente—. Me ha hecho usted una descripción. Ahora dígame qué es.

—¿Algún tipo de recipiente?

—Sí —dije— ¿y qué contendría?

—¡Contendría su contenido! —dijo el doctor P. con una carcajada—. Hay muchas posibilidades. Podría ser un monedero, por ejemplo, para monedas de cinco tamaños. Podría...

Interrumpí aquel flujo descabellado.

—¿No le resulta familiar? ¿Cree usted que podría contener, que podría cubrir, una parte de su cuerpo?

No afloró a su rostro la menor señal de reconocimiento (más tarde, por accidente, cayó en la cuenta y exclamó:«¡Dios mío, es un guante!». Esto recordaba a un paciente de Kurt Goldstein, «Lanuti», que sólo podía reconocer objetos intentando utilizarlos en la práctica).

Ningún niño habría sido capaz de ver allí «una superficie continua... plegada sobre sí misma» y de expresarlo así, pero cualquier niño, hasta un niño pequeño, identificaría inmediatamente un guante como un guante, lo vería como algo familiar, asociado a una mano. El doctor P. no. Nada le parecía familiar. Visualmente se hallaba perdido en un mundo de abstracciones sin vida. No tenía en realidad un verdadero mundo visual, lo mismo que no tenía un verdadero yo visual. Podía hablar de las cosas pero no las veía directamente. Hughlings Jackson, hablando de pacientes con afasia y con lesiones del hemisferio izquierdo, dice que han perdido el pensamiento «abstracto» y «proposicional», y los compara a los perros (o compara, más bien, a los perros con los pacientes con afasia). El doctor P. actuaba, en realidad, exactamente igual que actúa una máquina. No se trataba sólo de que mostrase la misma indiferencia que un ordenador hacia el mundo visual sino que (aun más sorprendente) construía el mundo como lo construye un ordenador, mediante rasgos distintivos y relaciones esquemáticas. Podía identificar el esquema (a la manera de un «equipo de identificación») sin captar en absoluto la realidad.

Las pruebas que había realizado hasta aquel momento no me revelaban nada del mundo interior del doctor P. ¿Era posible que su imaginación y su memoria visual se conservasen intactas? Le dije que imaginase que entraba en una de nuestras plazas locales por el lado norte, que la cruzase, con la imaginación o la memoria, y que me dijese por delante de qué edificios podría pasar al cruzarla. Enumeró los edificios que quedaban a su derecha, pero ninguno de la izquierda. Luego le pedí que imaginase que entraba en la plaza por el sur. Sólo mencionó de nuevo los edificios del lado derecho, pese a ser los mismos que había omitido antes. Los que había «visto» interiormente antes no los mencionaba ahora; era de suponer que no los «veía» ya. No cabía la menor duda de que los problemas que tenía con el lado izquierdo, sus déficits del campo visual, eran tanto internos como externos, biseccionaban su imaginación y su memoria visual.

¿ Y qué decir, a un nivel superior, de su visualización interna? Pensando en la intensidad casi alucinatoria con que Tolstoi visualiza y anima a sus personajes, le hice preguntas al doctor P. sobre Ana Karenina. Recordaba sin problema los incidentes, no había deficiencia alguna en su dominio de la trama, pero omitía completamente las características visuales, la narración visual y las escenas. Recordaba lo que decían los personajes pero no sus caras; y aunque podía citar textualmente, si se le preguntaba, gracias a su notable memoria, una memoria casi literal, las descripciones visuales originales, dichas descripciones eran para él, según se hizo evidente, algo absolutamente vacío y carente de realidad sensorial, imaginativa o emocional. Así pues, había también agnosia interna.

Pero esto sólo sucedía, según se pudo comprobar, con ciertos tipos de visualización. La visualización de caras y escenas, de lo visual dramático y narrativo... se hallaba profundamente alterada, era prácticamente inexistente. Pero, cuando inicié con él una partida mental de ajedrez no tuvo la menor dificultad para visualizar el tablero o los movimientos... no tuvo ninguna dificultad, de hecho, para darme una soberana paliza.

Luria decía de Zazetsky que había perdido por completo la capacidad para los juegos pero que mantenía intacta su «vivida imaginación». Zazetsky y el doctor P. habitaban mundos que eran imágenes especulares el uno del otro. Pero la diferencia más triste que había entre ellos era que, como decía Luria, Zazetsky «luchaba por recuperar las facultades perdidas con la indomable tenacidad de los condenados», mientras que el doctor P. no luchaba, no sabía lo que había perdido, no tenía ni idea de que se hubiese perdido cosa alguna. ¿Qué era más trágico o quién estaba más condenado: el que lo sabía o el que no lo sabía?

Una vez terminada la revisión, la señora P. nos mandó sentarnos a la mesa, donde había café y un delicioso surtido de pastas. El doctor P., con evidente apetito, canturreando, se abalanzó sobre las pastas. Rápida, ágil, automática y melodiosamente atrajo hacia sí las fuentes y fue cogiendo pastas en un gran flujo gorgoteante, una canción comestible de alimentos hasta que, de pronto, se produjo una interrupción: se oyó un golpeteo ruidoso y perentorio en la puerta. Sorprendido, desconcertado, paralizado por la interrupción, el doctor P. dejó de comer y se quedó congelado, inmóvil en la mesa, con una expresión de desconcierto ciego, indiferente. Veía la mesa, pero ya no la veía; no la percibía ya como una mesa llena de pastas. Su esposa le sirvió café: el aroma le cosquilleó el olfato y lo devolvió a la realidad. Se reinició la melodía de la hora de comer.

¿Cómo puede ser capaz de hacer las cosas? ¿Qué pasa cuando se viste, cuando va al retrete, cuando se da un baño? Seguí a su esposa a la cocina y le pregunté cómo se las arreglaba, por ejemplo, para vestirse.

—Es lo mismo que cuando come —me explicó—. Yo le coloco la ropa que va a ponerse en el sitio de siempre y él se viste sin ningún problema, canturreando. Todo lo hace así, canturreando. Pero si hay algo que lo interrumpe y pierde el hilo, se paraliza del todo, no reconoce la ropa... ni su propio cuerpo. Canta siempre: canciones para la comida, para vestirse, para bañarse, para todo. No puede hacer nada si no lo convierte en una canción.

Mientras hablábamos me llamaron la atención los cuadros de las paredes.

—Sí —dijo la señora P. — era un pintor de grandes dotes además de cantante. La Escuela hacía todos los años una exposición de sus cuadros.

Fui examinándolos lleno de curiosidad, estaban dispuestos por orden cronológico. El primer período era naturalista y realista, la atmósfera y el talante vívidos y expresivos, pero delicadamente detallados y concretos. Luego, con los años, iban perdiendo vida, eran menos concretos, menos realistas y naturalistas, mucho más abstractos, y hasta geométricos y cubistas. Por fin, en los últimos cuadros, los lienzos se hacían absurdos, o absurdos para mí... meras masas y líneas de pintura caóticas. Se lo comenté a la señora P.

—¡Ay, ustedes los médicos son todos unos filisteos! —exclamó—. Es que no es capaz de apreciar la evolución artística... de ver que renunció al realismo de su primer período y fue evolucionando hacia el arte abstracto y no representativo.

«No, no es eso», dije para mí (pero me abstuve de decírselo a la pobre señora P. ). Había pasado del realismo al arte no representativo y al arte abstracto, ciertamente, pero no era una evolución del artista sino de la patología... evolucionaba hacia una profunda agnosia visual, en la que iba desapareciendo toda capacidad de representación e imaginación, todo sentido de lo concreto, todo sentido de la realidad. Aquella serie de cuadros era una exposición trágica, que no pertenecía al arte sino a la patología.

Y sin embargo, me pregunté, ¿no tendría razón en parte la señora P.? Porque suele haber una lucha y a veces, aun más interesante, una connivencia entre las fuerzas de la patología y las de la creación. Quizás en su período cubista pudiera haberse dado una evolución artística y patológica al mismo tiempo, confabuladas para crear formas originales; ya que, si bien podía ir perdiendo capacidad para lo concreto, iba ganándola en lo abstracto, adquiriendo una mayor sensibilidad hacia todos los elementos estructurales, líneas, límites, contornos: una capacidad casi picassiana para ver, y representar también, esas organizaciones abstractas incrustadas, y normalmente perdidas, en lo concreto... Aunque en los últimos cuadros sólo hubiese, en mi opinión, agnosia y caos.

Regresamos al gran salón de música presidido por el Bösendorfer. El doctor P. tarareaba ya su última pasta.

—Bueno, doctor Sacks —me dijo—. Ya veo que le parezco a usted un caso interesante. ¿Puede decirme qué trastorno tengo y aconsejarme algo?

—No puedo decirle cuál es el problema —contesté— pero le diré lo que me parece magnífico de usted. Es usted un músico maravilloso y la música es su vida. Lo que yo prescribiría, en un caso como el suyo, sería una vida que consistiese enteramente en música. La música ha sido el centro de su vida, conviértala ahora en la totalidad.

Esto fue hace cuatro años... No volví a verlo más, pero me pregunté con frecuencia cómo captaría el mundo, con aquella extraña pérdida de imagen, de visualidad, y aquella conservación perfecta de un gran sentido musical. Creo que para él la música había ocupado el lugar de la imagen. No tenía ninguna imagen corporal, tenía una música corporal: por eso podía desenvolverse y actuar con la facilidad con que lo hacía, pero si cesaba la «música interior», se quedaba absolutamente desconcertado y paralizado. E igualmente con el exterior, el mundo... (Así, como supe más tarde a través de su esposa, aunque no podía identificar a sus alumnos si estaban sentados y quietos, si eran tan sólo «imágenes», podía identificarles de pronto si se movían. «Ése es Karlo», exclamaba. «Conozco sus movimientos, su música corporal»).

En El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer dice que la música es «voluntad pura». Cómo le habría fascinado el doctor P., un hombre que había perdido completamente el mundo como representación, pero que lo había preservado totalmente como música o voluntad.

Y esto, por suerte, persistió hasta el final, pues a pesar del avance gradual de la enfermedad (un proceso degenerativo o tumor enorme en las zonas visuales del cerebro) el doctor P. enseñó música y la vivió hasta los últimos días de su vida.

Postdata

¿Cómo hemos de interpretar esa extraña incapacidad del doctor P. para interpretar, para identificar un guante como un guante? Es evidente que en este caso, a pesar de su facilidad para formular hipótesis cognitivas, no era capaz de hacer un juicio cognitivo. El juicio es intuitivo, personal, global y concreto: «vemos» cómo están las cosas, en relación unas con otras y consigo mismas. Era precisamente este marco, esta relación, lo que le faltaba al doctor P. (aunque su juicio fuese despierto y normal en todos los demás aspectos). ¿Se debía a una falta de información visual o a un proceso de información visual defectuoso?, (ésta habría sido la explicación de una neurología esquemática, clásica). ¿O faltaba algo en la actitud del doctor P., que le impedía relacionar lo que veía consigo mismo?

Estas explicaciones, o formas de explicación, no son mutuamente excluyentes: al ser formas distintas podrían coexistir y ser ciertas ambas. Y esto lo admite, implícita o explícitamente, la neurología clásica: implícitamente lo admite Macrae cuando considera inadecuada la explicación de los esquemas defectuosos, o de la integración y el proceso visual defectuosos; y explícitamente Goldstein cuando habla de «actitud abstracta». Pero lo de actitud abstracta, que admite «categorización», no parece aplicable tampoco en el caso del doctor P... ni quizás al concepto de «juicio» en general. Pues el doctor P. tenía una actitud abstracta... en realidad no tenía nada más. Y era precisamente esto, ese carácter absurdamente abstracto de su actitud (absurdo porque no se mezclaba con ninguna otra cosa) lo que le impedía percibir identidades o detalles individuales, lo que le privaba del juicio.

Curiosamente, aunque la neurología y la psicología hablen de todo lo demás, casi nunca hablan del «juicio»... y sin embargo es en concreto el desmoronamiento del juicio (en sectores específicos, como en el caso del doctor P. o, de un modo más general, como en pacientes con el síndrome de Korsakov o con afectación del lóbulo frontal, como veremos luego en los capítulos doce y trece) lo que constituye la esencia de muchos trastornos neuropsicológicos. El juicio y la identidad pueden figurar en la lista de bajas... pero la neuropsicología jamás habla de ellos.

Y sin embargo, sea en un sentido filosófico (el sentido de Kant) o en un sentido empírico y evolucionista, el juicio es la facultad más importante que tenemos. Un animal, o un hombre, pueden arreglárselas muy bien sin «actitud abstracta» pero perecerán sin remedio privados de juicio. El juicio debiera ser la primera facultad de la vida superior o de la mente, y sin embargo la neurología clásica (computacional) lo ignora o lo interpreta erróneamente. Y si investigásemos cómo pudo llegarse a una situación tan absurda, veríamos que es algo que nace de los supuestos, o de la evolución, de la propia neurología. Porque la neurología clásica (como la física clásica) siempre ha sido mecanicista, desde las analogías mecánicas de Hughlings Jackson hasta las analogías de hoy con los ordenadores.

Por supuesto el cerebro es una máquina y un ordenador: todo lo que dice la neurología clásica es válido. Pero los procesos mentales, que constituyen nuestro ser y nuestra vida, no son sólo abstractos y mecánicos sino también personales... y, como tales, no consisten sólo en clasificar y establecer categorías, entrañan también sentimientos y juicios continuos. Si no los hay, pasamos a ser como un ordenador, que era lo que le sucedía al doctor P. Y, por lo mismo, si eliminamos sentimiento y juicio, lo personal, de las ciencias cognoscitivas, las reducimos a algo tan deficiente como el doctor P.: y reducimos nuestra capacidad de captar lo concreto y real.

Por una especie de analogía cómica y terrible, la psicología y la neurología cognoscitiva de hoy se parecen muchísimo al pobre doctor P. Necesitamos lo real y concreto tanto como lo necesitaba él; y no nos damos cuenta, lo mismo que él. Nuestras ciencias cognoscitivas padecen también una agnosia similar en el fondo a la del doctor P. El doctor P. puede pues servirnos de advertencia y parábola de lo que le sucede a una ciencia que evita lo relacionado con el juicio, lo particular, lo personal y se hace exclusivamente abstracta y estadística.

He lamentado muchísimo siempre que, por circunstancias que yo no podía controlar, no pudiese seguir con su caso más tiempo, haciendo observaciones e investigaciones como las ya descritas o evaluando la patología concreta de la enfermedad.


Uno siempre teme que un caso sea «único», sobre todo si tiene unas características tan extraordinarias como el del doctor P. Por eso sentí muchísimo interés y una gran alegría, y también cierto alivio, cuando descubrí (pura casualidad, ojeando un número de la revista Brain de 1956) una descripción detallada de un caso casi ridículamente similar (en realidad idéntico) desde el punto de vista neuropsicológico y desde el fenomenológico, aunque la patología subyacente (una lesión grave en la cabeza) y todas las circunstancias personales fuesen completamente distintas. Los autores hablan de su caso como «único en la historia documentada de este trastorno»... y es evidente que se quedaron asombrados, como yo, con lo que descubrieron. Remito al lector interesado al artículo original, Macrae y Trolle (1956), del que añado aquí una breve paráfrasis, con citas literales.

Su paciente era un hombre de treinta y dos años que, después de un grave accidente de automóvil, a resultas del cual permaneció inconsciente tres semanas, «... se quejaba, exclusivamente, de una incapacidad para identificar caras, incluso las de su esposa y sus hijos. Ni una sola cara le resultaba "familiar", pero había tres que podía identificar; se trataba de compañeros de trabajo: uno con un tic que le hacía guiñar un ojo, otro con un lunar grande en la mejilla y un tercero «porque era tan alto y tan delgado que no había otro que fuese como él». Macrae y Trolle destacan el hecho de que los reconocía «sólo por ese único rasgo distintivo mencionado». En general (lo mismo que el doctor P. ) identificaba a los miembros de su familia sólo por las voces.

Le resultaba difícil incluso reconocerse en el espejo, como explican detalladamente Macrae y Trolle: «En la primera fase de la convalecencia era frecuente que se preguntase, en especial al afeitarse, si la cara que lo miraba era la suya de verdad, y aunque supiese que no podía ser otra, hacía muecas a veces o sacaba la lengua "sólo para cerciorarse". Examinando detenidamente su rostro en el espejo empezó poco a poco a identificarlo, pero "no al momento" como en el pasado: se basaba en el pelo y en el perfil facial y en dos lunares pequeños que tenía en la mejilla izquierda».

Podía reconocer los objetos, en general, «con una ojeada» pero tenía que seleccionar uno o dos rasgos y partir de ellos... a veces sus conjeturas resultaban absurdas. Según indican los autores tenía dificultades especiales con lo animado.

Por otra parte, no tenía problema alguno con objetos simples y esquemáticos como unas tijeras, un reloj, una llave, etcétera. Macrae y Trolle indican también que: «Su memoria topográfica era extraña: se daba la aparente paradoja de que era capaz de recorrer el camino desde su casa al hospital y andar por el hospital y sin embargo no era capaz de nombrar las calles que recorría (a diferencia del doctor P. que tenía también cierta afasia) ni parecía visualizar la topografía».

Era también evidente que los recuerdos visuales de personas, incluso de mucho antes del accidente, habían quedado gravemente afectados: había recuerdo del comportamiento, o quizás de una actitud, pero no de la apariencia visual o de la cara. Parecía también, cuando se le preguntaba detenidamente, que no tenía ya imágenes visuales en sus sueños. Así pues, como en el caso del doctor P., no sólo estaba fundamentalmente dañada en este paciente la percepción visual sino la memoria y la imaginación visuales, las facultades fundamentales de representación visual... o al menos esas facultades en lo tocante a lo personal, lo familiar y lo concreto.

Una última cuestión, humorística. Lo mismo que el doctor P. podía confundir a su esposa con un sombrero, el paciente de Macrae, también incapaz de reconocer a su esposa, necesitaba que ésta se identificase mediante un indicador visual, «... una prenda llamativa, como por ejemplo un sombrero grande».