sábado, 11 de abril de 2009

El discurso del Presidente

Interesante anécdota relatada por el neurólogo Oliver Sacks en su libro "El hombre que confundió a su mujer con un sombrero". Una afasia es una disfunción en los centros o circuitos del cerenro que imposibilita o disminuye la capacidad de comunicarse mediante el lenguaje oral, la escritura o los signos, conservando la inteligencia y los órganos fonatorios. ¿Qué sucede cuando un afásico escucha el discurso de un político? ¿Pueden los políticos engañar a los afásicos? La anécdota siguiente, vivida por Oliver Sacks con un grupo de afásicos del centro donde trabajó, puede darnos alguna pista interesante...



El discurso del Presidente

¿Qué pasaba? Carcajadas estruendosas en el pabellón de afasia, precisamente cuando transmitían el discurso del Presidente. Habían mostrado todos tantos deseos de oír hablar al Presidente... Allí estaba, el viejo Encantador, el Actor, con su retórica habitual, el histrionismo, el toque sentimental... y los pacientes riéndose a carcajadas convulsivas. Bueno, todos no: los había que parecían desconcertados, y otros como ofendidos, uno o dos parecían recelosos, pero la mayoría parecían estar divertiéndose muchísimo. El Presidente conmovía, como siempre, a sus conciudadanos... pero los movía, al parecer, más que nada, a reírse. ¿Qué podían estar pensando los pacientes? ¿No le entenderían? ¿Le entenderían, quizás, demasiado bien?

Solía decirse de estos pacientes, que aunque inteligentes padecían la afasia global o receptiva más grave —la que incapacita para entender las palabras en cuanto tales—, que a pesar de eso entendían la mayor parte de lo que se les decía. A sus amistades, a sus parientes, a las enfermeras que los conocían bien, les resultaba difícil creer a veces que fuesen afásicos.

Esto se debía a que si les hablabas con naturalidad captaban una parte o la mayoría del significado. Y, naturalmente, uno habla «naturalmente».

En consecuencia, el neurólogo tenía que esforzarse muchísimo para demostrar su afasia, hablar y actuar no-naturalmente, para eliminar todas las claves extraverbales, el tono de voz, la entonación, la inflexión o el énfasis indicadores, y además todas las claves visuales (expresiones, gestos, actitud y repertorio personales, predominantemente inconscientes; había que eliminar todo esto (lo que podía entrañar ocultamiento total de la propia persona y despersonalización total de la propia voz, teniendo que llegar incluso a servirse de un sintetizador de voz electrónico) con objeto de reducir el habla a las puras palabras, sin rastro siquiera de lo que Frege llamó «colorido de timbre» (Klangenfarben) o «evocación». Sólo con este género de habla groseramente artificial y mecánica (bastante parecida a la de los ordenadores de la serie de televisión Star Trek) podía estar uno plenamente seguro, con los pacientes más sensibles, de que padecían afasia de verdad.

¿Por qué todo esto? Porque el habla (el habla natural) no consiste sólo en palabras ni (como pensaba Hughlings Jackson) sólo en «proposiciones». Consiste en expresión (una manifestación externa de todo el sentido con todo el propio ser), cuya comprensión entraña infinitamente más que la mera identificación de las palabras. Ésta era la clave de aquella capacidad de entender de los afásicos, aunque no entendiesen en absoluto el sentido de las palabras en cuanto tales.

Porque, aunque las palabras, las construcciones verbales, no pudiesen transmitir nada, per se, el lenguaje hablado suele estar impregnado de «tono», engastado en una expresividad que excede lo verbal... y es esa expresividad, precisamente, esa expresividad tan profunda, tan diversa, tan compleja, tan sutil, lo que se mantiene intacto en la afasia, aunque desaparezca la capacidad de entender las palabras. Intacto... y a menudo más: inexplicablemente potenciado...

Esto es algo que captan claramente (con frecuencia del modo más chocante o cómico o espectacular) todos los que trabajan o viven con afásicos: familiares, amistades, enfermeras, médicos. Puede que al principio no nos fijemos mucho; pero luego vemos que ha habido un gran cambio, casi una inversión, en su comprensión del habla. Ha desaparecido algo, está destruido, no hay duda... pero hay otra cosa, en su lugar, inmensamente potenciada, de modo que (al menos en la expresión cargada de emotividad) el paciente puede captar plenamente el sentido aunque no capte ni una sola palabra. Esto, en nuestra especie Homo loquens, parece casi una inversión del orden habitual de las cosas: una inversión, y quizás también una reversión, a algo más primitivo y más elemental. Quizás sea por esto por lo que Hughlings Jackson comparó a los afásicos con los perros (¡una comparación que podría ofender a ambos!) aunque cuando lo hizo pensaba más que nada en sus deficiencias lingüísticas, y no en esa sensibilidad tan notable, casi infalible, para apreciar el «tono» y el sentimiento. Henry Head, más sensible a este respecto, habla de «tono-sentimiento» en su tratado sobre la afasia (1926) y destaca cómo se mantiene, y con frecuencia se potencia, en los afásicos.

De ahí la sensación que yo tengo a veces, que tenemos todos los que trabajamos en estrecho contacto con afásicos, de que a un afásico no se

le puede mentir. El afásico no es capaz de entender las palabras, y precisamente por eso no se le puede engañar con ellas; ahora bien, él lo que capta lo capta con una precisión infalible, y lo que capta es esa expresión que acompaña a las palabras, esa expresividad involuntaria, espontánea, completa, que nunca se puede deformar o falsear con tanta facilidad como las palabras...

Comprobamos esto en los perros, y los utilizamos muchas veces con este fin, para desenmascarar la falsedad, o la mala intención, o las intenciones equívocas, para que nos indiquen de quién se puede uno fiar, quién es íntegro, quién es de confianza, cuando, debido a que somos tan susceptibles a las palabras, no podemos fiarnos de nuestros instintos.

Y lo que un perro es capaz de hacer en este campo, son capaces de hacerlo también los afásicos, y a un nivel humano e inconmensurablemente superior. «Se puede mentir con la boca», escribe Nietzsche, «pero la expresión que acompaña a las palabras dice la verdad». Los afásicos son increíblemente sensibles a esa expresión, a cualquier falsedad o impropiedad en la actitud o la apariencia corporal.

Y si no pueden verlo a uno (esto es especialmente notorio en el caso de los afásicos ciegos) tienen un oído infalible para todos los matices vocales, para el tono, el timbre, el ritmo, las cadencias, la música, las entonaciones, inflexiones y modulaciones sutilísimas que pueden dar (o quitar) verosimilitud a la voz de un ser humano.

En eso se fundamenta, pues, su capacidad de entender... Entender, sin palabras, lo que es auténtico y lo que no. Eran, pues, las muecas, los histrionismos, los gestos falsos y, sobre todo, las cadencias y tonos falsos de la voz, lo que sonaba a falsedad para aquellos pacientes sin palabras pero inmensamente perceptivos. Mis pacientes afásicos reaccionaban ante aquellas incorrecciones e incongruencias tan notorias, tan grotescas incluso, porque no los engañaban ni podían engañarlos las palabras.

Por eso se reían tanto del discurso del Presidente.

Si uno no puede mentirle a un afásico, debido a esa sensibilidad suya tan peculiar para la expresión y el «tono», ¿cómo es, podríamos preguntarnos, que pasará con los pacientes (si los hay) que carezcan totalmente del sentido de la expresión y el «tono», aunque conserven, intacta, la capacidad de entender las palabras, pacientes de un tipo exactamente opuesto? Tenemos también pacientes de este tipo en el pabellón de afasia, a pesar de que, técnicamente, no tengan afasia, sino, por el contrario, una forma de agnosia, concretamente la llamada agnosia «tonal». En el caso de estos pacientes lo que desaparece es la capacidad de captar las cualidades expresivas de las voces (el tono, el timbre, el sentimiento, todo su carácter) mientras que se entienden perfectamente las palabras (y las construcciones gramaticales). Estas agnosias tonales o («aprosodias») siguen a trastornos del lóbulo temporal derecho del cerebro, y las afasias a los del lóbulo temporal izquierdo.

Entre los pacientes con agnosia tonal de nuestro pabellón de afasia que escuchaban también el discurso del Presidente se encontraba Emily D., que tenía un glioma en el lóbulo temporal derecho. Emily D., que había sido profesora de inglés y poetisa de una cierta fama, con una sensibilidad muy especial para el lenguaje, y gran capacidad de análisis y de expresión, pudo explicar la situación opuesta: lo que le parecía el discurso del Presidente a una persona con agnosia tonal.

Emily D. no podía captar ya si había cólera, alegría o tristeza en una voz... Y como las voces carecían de expresión, tenía que fijarse en las caras, las posturas y los movimientos de las personas cuando hablaban, y lo hacía dedicándoles una atención, una concentración, que nunca les había dedicado. Pero daba la casualidad de que también en esto se veía limitada, porque tenía un glaucoma maligno y estaba perdiendo vista muy rápidamente.

Entonces descubrió que lo que tenía que hacer era prestar muchísima atención al sentido preciso de las palabras y de su uso, y procurar que las personas con las que se relacionaba hiciesen exactamente lo mismo. Cada día que pasaba le era más difícil entender el lenguaje desenfadado, el argot (el lenguaje de género alusivo o

emotivo) y pedía cada vez más a sus interlocutores que hablasen en prosa, «que dijesen las palabras exactas en el orden exacto». Con la prosa descubrió que podría compensar, en cierta medida, la pérdida del tono o del sentimiento.

De este modo podía conservar, potenciar incluso, el uso del lenguaje «expresivo» (en el que el sentido lo aportaban únicamente la elección y la relación exactas de las palabras) a pesar de que fuese perdiendo la capacidad para entender lenguaje «evocativo» (en el que el significado sólo viene dado por la clase y el sentido del tono).

Emily D. oyó también, impasible, el discurso del Presidente, afrontándolo con una extraña mezcla de percepciones potenciadas y disminuidas... precisamente la contraria de la de nuestros afásicos. El discurso no la conmovió (ningún discurso la conmovía ya) y se le pasó por alto todo lo que pudiese haber en él de evocativo, genuino o falso.

Privada de reacción emotiva, ¿la conmovió, pues (como a todos nosotros) o la engañó el discurso?

—No es convincente —dijo—. No habla buena prosa. Utiliza las palabras de forma incorrecta. O tiene una lesión cerebral o nos oculta algo.

Así que el discurso del Presidente no tuvo eficacia en el caso de Emily D. debido a su sentido potenciado del uso formal del lenguaje, de su coherencia como prosa, igual que no lo tuvo con nuestros afásicos, sordos a las palabras pero con una mayor sensibilidad para el tono.

Ésa era, pues, la paradoja del discurso del Presidente. A nosotros, individuos normales... con la ayuda, indudable, de nuestro deseo de que nos engañaran, se nos engañaba genuina y plenamente («Populus vult decipi, ergo decipiatur»). Y el uso engañoso de las palabras se combinaba con el tono engañoso tan taimadamente que sólo los que tenían lesión cerebral permanecían inmunes, desengañados.

jueves, 2 de abril de 2009

Razonamientos acelerados (una especie de cuento)

Nada que ver con sucesos reales... Es pura literatura... Pero la reflexión implícita en este relato es interesante jejeje...

RAZONAMIENTOS ACELERADOS

Y yo digo: Tengo razones para creer que mi mujer me engaña. Pido a Dios que no sea así, porque si no voy a matarla. Ayer la vi con ese tío... Sé que era ella. No voy a permitir que siga riéndose a mis espaldas. La voy a matar; tengo que matarla.

Digo yo: Una mujer murió ayer en la calle Canguro. Fuentes oficiales sospechan que fue asesinada, porque recibió 31 puñaladas. El asesinato se cometió, al parecer, entre las 3 y las 6 de la madrugada; o bien a las 12 del mediodía. La policía continúa con las investigaciones. No hay sospechosos, pero por algún sitio debe andar suelto un asesino, dice la policía.

Y digo yo: ¿La mato o no la mato? Porque si la mato... ¿Y si me pillan?

Yo digo: ¿Quién ha ganado las elecciones?

Y digo: La mejor hora para matarla es entre las 3 y las 6 de la madrugada; porque si la mato a las 12 del mediodía... ¡es de día! ¿Cómo la mato? Sí, claro; de un manotazo... pero la zorra de mi mujer tiene la piel muy dura. Compraré una pistola, o la robaré. O se la pido a mi abogado. Lo haré con una pistola, para estar más seguro de mi éxito.

Digo: Última hora. La mujer que murió ayer en la calle Canguro no murió de 31 puñaladas, como se había supuesto en un primer momento; murió de un disparo en la cabeza. En cualquier caso, la policía sigue pensando que se trata de un asesinato. Se descarta el suicidio, porque el arma del crimen se encontraba en la mano de la víctima.

Sigo diciendo: Si me llevo el arma pensarán que es un suicidio, así que se la dejaré en la mano. ¡Es perfecto! Mis planes son muy ingeniosos. Pero tendré que llevar cuidado de no dejar huellas en la pistola.

Diciendo sigo: Ahora mismo me comería una tableta de chocolate. El chocolate está muy bueno, siempre me ha gustado. Y ahora, que estamos en Navidad, ¿por qué no me voy a permitir un caprichito? Mejor no. Tomaré algo frío. Es porque, con este calor, igual se me deshace el chocolate. Casi mejor me voy a la playa, a tomar un poco el sol. Además, si cambio de idea y decido tomar chocolate, puedo tomármelo en la playa: aunque se me derrita, me da igual.

Ya digo: Quizá soy un exagerado. A lo mejor mi mujer no me engaña. Resulta que como soy muy celoso, en cuanto la veo con alguien me cabreo; se me atasca el cerebro y sólo pienso en matar a alguien. Cambiaré de plan. Primero, voy a matar al imbécil que vi el otro día con ella. Y luego le pregunto a mi mujer si se ha acostado con él. Pero mi nuevo plan tiene una pega: ya he matado a mi mujer.

Digo ahora: Voy a ver la tele; creo que voy a salir en las noticias. ¡Oh! Esto es una lavadora. Bueno, tengo la ropa un poco sucia...

Ahora digo: ¿Pueden traerme una tele, por favor? ¡Y que sea deprisa! ¡O de cualquier otra marca!

Digo ya: No he matado aún a mi mujer, pero en cuanto venga la mato. Le voy a pegar una patada en el culo que va a ver.

¿Diga?: Tomates no, gracias. Están demasiado dulces. Sal. ¡No, no les pongas sal! ¡Márchate de aquí! ¡Vete de aquí!

¿Quién?: ¡Mierda! Mi mujer no viene. Y yo aquí, sin testigos. Bueno, seré optimista. Quizá este retraso me proporcione el tiempo que necesito para conseguir un arma.

¡Ajá!: Es el crimen perfecto. En las películas siempre pillan al malo, pero nadie ha pensado en mi plan.

Me digo: ¡No quiero cebollas! ¡Me recuerdan a mi mujer! Me hacen llorar. Y es que, en el fondo, soy un sentimental.

Dígame: El arroz se mastica, si uno quiere, pero está bueno. De todas formas, no por mucho masticar... amanece... bueno, llega antes al estómago. ¿Qué digo?

¿Qué digo? La zorra de mi mujer...

Dígome a mí mismo: Un pastel de chocolate es muy saludable para la salud y para que el cuerpo y la mente estén saludables, o sea, llenos de salud. Además, puedo saludar con las manos mientras me lo como a la hora del desayuno, de la merienda o de la cena. O de la comida. O entre comida y comida.

Dígome yo a mí mismo: Pero como aquí no hay pasteles, pues mato a mi mujer. Tanto monta, monta tanto...

Dígome a mí mismo yo: ¡Coño, pero si yo soy médico! Pues nada, la mataré con el bisturí. Yo doy la salud y yo la quito.

Dígome yo, yo a mí mismo: Pero... ¿quién ha ganado las elecciones? Mi gato seguro que no...

Yo a mí mismo me digo: ¡Coño, un ovni! Pero no, no es. Me he confundido. Va demasiado deprisa para ser un ovni. Más bien parece una luciérnaga.

A mí mismo me digo yo: Son las 3 y aún no he matado a mi mujer. ¿Me estaré volviendo loco? No, si al final igual voy y la perdono. Sólo faltaría eso.

A mí: Un poquito de agua... Un terroncito de azúcar... Se remueve con la cuchara... ¡Y ya está! ¡Ya tenemos el agua azucarada! ¡Con la nueva fórmula asesina, se lo digo yo!

Mí mismo: Soy un balón de baloncesto. ¿Quién es ese negro que se me acerca? ¡Oh, es el mejor jugador del mundo! ¡Oiga, por favor, vóteme! ¿Qué he dicho?

Me digo lo mismo: ¿Cómo van las elecciones?

¡Coño!: ¡Ah, coño! ¿Qué ven mis ojos? ¡Mi mujer muerta! ¡Policía, bomberos, han asesinado a mi mujer! Con lo que yo la quería.

Malo...: A ver si porque yo tenga el cuchillo se van a creer que yo la he matado. Yo sólo le he dado el último pinchacito, para asegurarme...

Yo, yo: Voy al frigo y cojo todo el chocolate. Es por si me echan a mí las culpas, no vaya a ser que en la cárcel no haya chocolate.

Y yo digo: Yo soy el que manda, porque soy todo un líder. Supongo que todos obedecerán mis órdenes.

Digo: Me gusta el chocolate, tengo dotes de mando, soy un gran líder y, además, he matad... o sea, me llevo muy bien con mi mujer y somos un matrimonio perfecto.

Digo otra vez: Ultimísima hora. Fuentes gubernamentales han asegurado que ayer no hubo ningún asesinato. Por tanto, olvídense de las noticias anteriores, porque se ha descubierto científicamente que son falsas, puesto que no hay cadáver alguno, y mucho menos con 31 puñaladas; y aún menos con un disparo en la cabeza. Además la televisión no ha estado en el lugar de los hechos, por lo que se supone que todo es un rumor.

Digo yo: Ji ji ji. ¡Qué tontos son!

Digo: Pero es lógico. Yo soy el que manda. Yo soy el número uno.

Digo otra vez: ¡Yo no he votado! Voy ahora mismo a las urnas. Aunque igual no me dejan votar. Como era la semana pasada...

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Doctor Fernández, psiquiatra: No ha experimentado progreso alguno. Ni lo va a experimentar. Está como en otro mundo: habla mucho pero no escucha nada. No presta atención al exterior.

Timador legal: ¿Está usted seguro? Yo he mantenido algunas conversaciones con él.

Doctor Fernández, psiquiatra: Él parece escucharle, pero en realidad le importa un pimiento lo que usted le diga. Él le responderá lo que le dé la gana, independientemente de lo que usted le pregunte. Está aislado, como en un mundo propio.

Timador legal: Entonces... ¿qué va a hacer con él?

Doctor Fernández, psiquiatra: Es inútil mantenerlo en el centro. No existe ninguna terapia que le capacite para llevar una vida normal.

Timador legal: ¿Quiere decir que puedo quedármelo?

Doctor Fernández, psiquiatra: Por supuesto. No creo que sirva para otra cosa.

Timador legal: Muchas gracias. Si todo va bien, cuente con una subvención especial para su centro psiquiátrico... y para su cuenta bancaria, por supuesto.

Doctor Fernández, psiquiatra: Por supuesto.

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“Y yo digo: tengo razones para creer que este país tiene recursos suficientes para salir adelante porque, digo yo, ¿acaso no podemos potenciar nuestra industria con una política económica más acertada? Y digo yo: prometiendo os prometo que si gano bajaré los impuestos, al menos un poquito, porque no se trata de gastar más, sino de despilfarrar menos. Yo digo que si ganamos las elecciones no habré ganado yo, sino que habrá ganado el pueblo... Y digo que mataremos, ¡sí, mataremos!, mataremos y eliminaremos el terrorismo, las drogas y las delincuencias... digo que lloverá allá donde sea necesario, que subiremos las pensiones y que todas las navidades habrá turrones de chocolates gratis para los pobres de aquí y del resto del mundo... ... ...”.

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Timador legal: Ya os dije que con él de cabecilla ganaríamos las elecciones. Creo, amigos míos, que tenemos presidente para rato. ¡Viva nuestro partido!

Doctor Fernández, psiquiatra: Por cierto, señor vicepresidente. No vaya a olvidar que fui yo quien le descubrió y quien se lo presentó. Espero compensaciones...

Timador legal: Por supuesto, Fernández, por supuesto. Y tenía usted razón: no servía para otra cosa.

FIN